lunes, 31 de agosto de 2009

Paseos, Washington Irving, El Puerto


Me gusta mirar los edificios antiguos e imaginar qué gentes han vivido (o viven aún) en ellos. Un edificio tiene mucho de cápsula del tiempo. Sí, ya sé que algunos están muy reformados y que sólo queda  su estructura, pero, a pesar de todo, hay cierto encanto en que allí, en ese solar, entre esas paredes (si es que se conservan) viviera su día a día alguien a quien hoy valoramos. Además, están las ventanas, que son como una llamada a nuestra imaginación, como una invitación a que miremos dentro. No es de extrañar que hayan dado tanto juego literario a lo largo de la historia.

Estas fotografías las hice una mañana en El Puerto de Santa María. Paseaba por una calle céntrica y me encontré con una placa conmemorativa que  recordaba a los viandantes que allí vivió durante un tiempo el escritor norteamericano Washington Irving, el autor de Cuentos de la Alhambra, La leyenda de Sleepy Hollow (el jinete sin cabeza) o Rip Van Winkle. Pasear tranquilamente por un ciudad, sin prisas, puede ser una terapia tan provechosa para nuestro espíritu como la contemplación de un río.



Irving, de ascendencia angloescocesa, estuvo algunos años en España, atraído quizá por el exotismo casi legendario que para los románticos destilaba el Sur, e incluso llegó a ser Embajador de Estados Unidos en Madrid.  Fue un enamorado de nuestra Historia y nuestra cultura. Al parecer, según leo en Habitantes y gente de El Puerto de Santa María, una documentadísimo sitio, con preciosas fotografías de época, dedicado a rescatar del olvido a personajes ilustres de la ciudad, estuvo en esta casa invitado por la familia Böhl de Faber, la de la escritora Fernán Caballero, a quien conoció poco después en Sevilla. Se acercaba el final del verano de 1828 y tuvo que permanecer allí más tiempo del previsto, hasta el otoño, obligado por una epidemia que cortó las comunicaciones entre Cádiz y Sevilla. ¿Cómo sería un mes de agosto de 1828 en El Puerto? ¿Qué escribiría tras estas ventanas? ¿Queda mucho del edificio original? Son preguntas que nos hacemos también un mes de agosto, muchos años después.

Hoy se lee poco a Irving, que llegó a ser muy conocido en su tiempo. Su influencia llega a Hawthorne o Allan Poe. La película de Tim Burton nos ha traído la reedición de alguno de sus relatos y poco más. Hace unos años, Cuentos de la Alhambra era un libro relativamente leído y conocido. Me parece que ahora ha quedado como un  recuerdo más para turistas, de esos que venden en Granada con portadas plastificadas y muy llamativas, traducido a las lenguas más extrañas que podamos imaginar. Es como si el destino lo hubiera llevado a formar parte de ese Sur un poco exótico y mitificado que tanto le atraía. Es la distancia que separa a los viajeros románticos de los turistas actuales.

El Puerto de Santa María es una ciudad que se presta al callejeo. No muy lejos de aquí podemos encontrar un pequeño homenaje al dramaturgo Pedro Muñoz Seca, portuense de nacimiento.


O, ya sin referencias literarias conocidas (al menos por mí), casas tan sugestivas como ésta, que seguro que tiene más de una historia que contar.

jueves, 27 de agosto de 2009

Los colores de la infancia


Me gusta el colorido del mundo oriental. Una estética que les viene de antiguo y que no teme la mezcla, el exceso, la viveza. Cualquier escena de una película de Kurosawa, Miyazaki, Imamura o Yimou, las calles de una ciudad japonesa, los quimonos, el rojo de los puentes, los estandartes de los guerreros feudales, las llamativas portadas de los libros y los mangas, el envoltorio de un caramelo, nos transportan a un mundo en el que los colores son un valor en sí mismos. La propia naturaleza parece estar de su parte. No me extraña que ese gusto suyo por cuidar tanto la estética llegue hasta la gastronomía. Un plato japonés antes se ve y luego se come. Es una pequeña obra de arte en miniatura: está pensado para el disfrute de todos los sentidos. Nuestras ciudades, en cambio, me parecen más apagadas.

Pero la infancia siempre tiene muchos colores, hasta en los pueblos más grises. El color de los cromos, el de las cajas de plastidecores, los estuches de lata con pastillas casi infinitas de acuarela. Y, por supuesto, las chucherías. Casi estoy por asegurar que en mi televisión en blanco y negro de aquella época los dibujos de  Los Picapiedra tenían color.

Estas fotografías las tomé hace algún tiempo en Cádiz, en un mercadillo improvisado de golosinas que habían montado en el puerto con motivo de una regata de veleros. Inmediatamente llamaron mi atención: más por el colorido, por la perfecta alineación geométrica de las piezas, que por la promesa segura de su sabor. Un lego de golosinas. Además, la luz de Cádiz, pese al calor y al mediodía, siempre es especial e hizo el resto.



Recuerdan los escaparates de las pastelerías de nuestra infancia, con sus dulces alienados diciendo cómeme, como una procesión de merengues, cremas y natas tentadora e inalcanzable. Te provocaban eso que mi abuela llamaba llenar el ojo antes que la tripa. La mejor evocación que he leído sobre las pastelerías y la infancia es de Luis García Montero. En Luna del Sur, quizá uno de sus libros menos conocidos, recordando la pastelería Bernina de Granada, escribe:

Los mostradores de cristal, los bombos infinitos con infinitas clases de caramelos y los dibujos todavía demasiado distantes de las cajas de bombones cercan al niño en un vértice de primera impotencia. Y el niño se queda solo, indecisamente agitado, como lo estará años más tarde el joven que entre por primera vez en una librería de país extranjero y se vea de pronto pequeño, con incalculables abundancias en los ojos y un bolsillo mil veces calculado al cambio, contado y recontado en una tienda de alimentación. Pero el niño por fin se decide, orgulloso en su idioma sectario de barquillos, princesas, glorias, mediasnoches, o señala con el dedo y vigila el acierto del dependiente, no vayan a equivocarse sus largas pinzas entre tantas bandejas.

Los escenarios de la infancia. A mí se me ocurren, para empezar, dos: las pastelerías y los ríos. ¿Y a ti? ¿Cuáles son los escenarios de tu infancia? Bueno, ni las pastelerías ni los ríos son ya lo que eran. Nosotros, tampoco. Por eso, me acuerdo ahora de este poema de Antonio Machado, que, de un modo contenido, nos transmite esa sensación de infancia disfrutada a cambio de poco, que ya no volverá.

Pegasos, lindos pegasos,
caballitos de madera.

Yo conocí, siendo niño,
la alegría de dar vueltas
sobre un corcel colorado,
en una noche de fiesta.

En el aire polvoriento
chispeaban las candelas,
y la noche azul ardía
toda sembrada de estrellas.

¡Alegrías infantiles
que cuestan una moneda
de cobre, lindos pegasos,
caballitos de madera!

En cualquier caso, como dice García Montero:

Es aconsejablemente humilde y dulce pagar la deuda de las nostalgias con el precio de un pastel.

sábado, 22 de agosto de 2009

Hojita verde con sol


Ribera del Guadalquivir


Nostaljia

¡Hojita verde con sol,
tú sintetizas mi afán:
afán de gozarlo todo,
de hacerme en todo inmortal!

Juan Ramón Jiménez | Piedra y cielo

Adolescentes y viajes


Los adolescentes y los viajes. Extraña y fascinante mezcla. No me resisto a traer a La melancolía de los ríos esta tira de la famosa serie Zits, que ilustra perfectamente una situación que a muchos les resultará familiar. Y es que la cosa tiene su lógica: ¿Para qué ir tan lejos si allí no hay botones que aporrear?

La serie Zits, creada por Jerry Scott (guión) y John Borgman (dibujo), se publica en la prensa estadounidense (King Features Syndicate) desde 1997. Se centra en la figura de Jeremy Duncan, un adolescente de 15 años que empieza a descubrir a sus padres, la amistad, el amor. La vida.



En España está siendo publicada por Norma Editorial. De momento, han aparecido once volúmenes de 128 páginas, que incluyen tanto las tiras diarias como las dominicales. No llega a la altura de la genial Calvin y Hobbes de Bill Watterson, pero la verdad es que no tiene desperdicio. A cada momento te descubres a ti mismo prometiéndote que será la última tira que leas por hoy. Pero ya se sabe que la voluntad es débil y que no podemos cumplir todas nuestras promesas, especialmente si hay una sonrisa asegurada al volver la página.


martes, 18 de agosto de 2009

Suelos pisados



Baelo Claudia, Cádiz


Todo viaje es siempre un viaje en el tiempo. Viajar es entrar en contacto con paisajes que otros ojos miraron, tocar columnas en las que se apoyaron otras manos, pisar las losas que otros pies recorrieron antes que los nuestros. No importa el tiempo que haya transcurrido. Las calzadas romanas han conservado las marcas de carros que pasaron constantes y presurosos sobre ellas. Nuestras catedrales están llenas de huellas que generaciones de fieles dejaron sin saberlo.

En un hermoso poema nos confesaba Bertold Brecht su predilección por los objetos usados:

De todos los objetos, los que más amo
son los usados.
Las perolas de cobre con abolladuras y bordes aplastados,
los cuchillos y tenedores cuyos mangos de madera
han sido cogidos por muchas manos. Éstas son las formas
que me parecen más nobles. Esas losas en torno a viejas casas,
desgastadas de haber sido pisadas tantas veces,
esas losas entre las que crece la hierba. me parecen
objetos felices.

No lo puedo evitar: me encanta fotografiar suelos. La primera fotografía corresponde a la ciudad romana de Baelo Claudia. En concreto, a la calle principal, la llamada decumanus maximus, que, según dicen los arqueólogos, conserva su enlosado original, afectado por los terremotos que sufrió la ciudad. Podemos imaginarlo lleno de gentes que se dirigen al templo de Minerva o a las termas o transportan pesados cargamentos de salazón y garum con destino a la capital del Imperio. Se les hace tarde y los pedidos llevan mucho retraso.


Baelo Claudia, Cádiz


Estas losas me recordaron las del antiguo templo de Júpiter en Roma, en el Capitolio, que, como es natural, no me dejaron pisar. Lástima. No hay suelos como los romanos.


Templo de Júpiter, Roma


Los pies también tienen memoria. Al final del viaje, cargados de distancias y quizá un poco más sabios, vuelven juntos a casa. Si la poesía, como dice William Wordsworth, procede de la pasión recordada en la tranquilidad, quizá la esencia del viaje esté en los recuerdos que animarán nuestra mesa camilla en invierno.


Gianicolo, Roma