sábado, 26 de septiembre de 2009

Ellos también leen (1)


Que un buen cómic (tebeo o historieta) está a la altura de un buen libro y bastante por encima de un mal libro (que los hay) es una afirmación que debería, a estas alturas, ser innecesaria. No voy a ser yo quien defienda ahora el valor de la historieta como medio artístico, poseedor de un lenguaje tan propio y tan rico como el de la novela o el cine. Basta pensar en autores como Tardi, Taniguchi, Clowes, David B, Pratt o Giardino, por citar sólo a algunos, para darnos cuenta de que sus obras no buscan sólo el simple entretenimiento (que también está), sino que hay algo más. La historieta también busca explicar la vida. Por lo pronto, una magia muy especial, dificil de justificar, que te atrapa desde pequeño y te acompaña para siempre. Quizá sea la mezcla del dibujo y el texto, el colorido de sus páginas, con olor a imprenta reciente, y el recuerdo de otras lecturas felices asociadas a tiempos ya lejanos. El recuerdo del pasado placentero intensifica el placer del presente.

Pero el motivo de esta entrada es otro. En mis años de lector de tebeos (que me temo que son ya muchos) me he encontrado a menudo con personajes que leen. Algo nada extraño si pensamos que es una actividad que forma parte de la vida cotidiana de muchos de nosotros. Siempre me he parado en esas viñetas y, aquí también, como en la playa, he intentado averiguar qué leían. La respuesta es obvia: leían otros libros y otros cómics. Aquí tenemos la primera muestra de una serie que iré ampliando en próximas entregas.


La primera ilustración, muy de noche de verano, es del dibujante Max, Premio Nacional de Cómic de 2007. Apareció no hace mucho en el suplemento Babelia, del diario El País. Es un placer encontrar allí cada sábado una nueva ilustración de Max relacionada con la lectura. Cómo me gustaría poder conseguir uno de esos maravillosos carteles, que aún sigo viendo en alguna librería, en los que un niño lee plácidamente en una azotea. No he conocido mejor campaña de animación a la lectura. También es de Max la ilustración de la pila de libros.

Adrian Tomine dibujó para The New Yorker la ilustración de abajo, la de la chica que lee (y mira cómo leen) en el metro. En su web oficial puedes encontrar una galería de dibujos suyos impresionante. Tienes el enlace abajo. De Adrian Tomine, un dibujante estadounidense independiente, se han publicado en España, hasta donde yo sé, Sonámbulo y otras historias (Sleepwalk and Other Stories, 1997), Rubia de verano (Summer Blonde, 2002) y Shortcomings (2007).


A Tintín, que también lee (cuando Milú y el Capitán Haddock lo dejan), todo el mundo lo conoce. Aquí parece que se dispone a leer algo bastante serio y de mucho peso. ¿Sabes a qué álbum pertenece la viñeta? ¿Sobre qué buscará información?


Por último, esta viñeta de Snoopy y Carlitos, que descubrí gracias a Librosfera, un cuidadísimo e imprescindible blog sobre libros, ilustración y lectura, que te animo a visitar. Me hace gracia el recelo del niño hacia algo que le dan gratis, sin pedir nada a cambio. Quizá algún lector compulsivo de bibliotecas, de esos que hay por ahí, debería plantearse algo parecido.


El copyright de todos estos dibujos, que aparecen aquí reproducidos a modo de homenaje, pertenece a sus respectivos autores.

Vía | Librosfera
Web de Max | Maxbardin
Web de Tomine | Adrian Tomine | Drawn & Quarterly

viernes, 11 de septiembre de 2009

Leer en la playa


Me gusta leer en la playa. Sé que son muchos los que opinan lo contrario (que si la arena, que si la luz excesiva, que si el viento) y sé que, probablemente, no sea el lugar más propicio para la lectura, pero siempre disfruto con un buen libro, mientras hundo los pies en la arena caliente y los sonidos de mi alrededor se apagan hasta casi desaparecer. Me gusta la luz coloreada por las sombrillas y, sobre todo, me gusta el atardecer, cuando la playa se va quedando vacía y sabes que tienes que dejar el libro, pero aguantas un poco más, sólo unas páginas, hasta enterarte de si lograrán escapar del Nautilus después de conocer todos sus secretos o de si el anciano volverá, una noche más, a esa extraña posada de las afueras de Tokio, donde lo espera una desconocida muchacha narcotizada, junto a la que va a dormir, o de si el asesino que te  aguarda en el callejón acabará finalmente contigo.

Un último baño te devuelve a la realidad. El poder de la lectura es lo más cercano a la magia que conozco: los dedos de tus pies han jugueteado con la arena de Cádiz  y, mientras, estaban pisando el barro de una aldea gallega o los caminos de un reino imaginado sobre el que se cierne la inminente amenaza del invierno. Pocas cosas, excepto el cine, tienen un poder tan fuerte para suspender la realidad, para dejarla por un momento de lado. El tiempo de tener abiertas las páginas de tu libro. El libro, ese objeto tan perfecto y tan fácil de transportar que no podrá ser sustituido, sin grave pérdida, por ningún artilugio moderno.


Además, está el aliciente de espiar otras lecturas. Cada sombrilla de lectores es un mundo, una isla independiente que podemos vislumbrar desde lejos. Mira, aquella chica está leyendo Guerra y paz. ¿Has visto que se ha traído a la playa El rumor del oleaje? Álvaro, a ver si puedes ver qué libro lee aquel muchacho. Es como ir en un tren: me resulta imposible no curiosear qué libros leen a mi alrededor.

Pero leer en la playa también tiene sus inconvenientes. Quizá el más innoble sea el efecto atigrado en el vientre o la palidez casi vampírica del rostro, que te deja por mentiroso cuando dices que has estado de veraneo en la costa. En un ingenioso cortometraje de Jean-Pierre Jeunet titulado Foutaises (1989), el protagonista enumera cosas que le gustan y que le molestan (más tarde retomará la idea en Amélie). Entre las que más le gustan está el encontrar arena entre las páginas de un libro algunos meses después de haberlo leído. Si te apetece ver el corto, lo tienes aquí.

También tiene arena, mezclada con la pintura, el lienzo de Edouard Manet que abre esta entrada. Se titula Sur la plage y fue pintado en 1873, durante las tres semanas que el artista pasó con su familia en Berck-sur-Mer. Mientras Suzanne, su mujer, lee ensimismada, bien protegida por el sombrero, el velo y el amplio vestido, su hermano Eugène contempla los veleros en la lejanía del horizonte. El  cuadro de abajo, titulado Woman Reading at The Beach (1939), pertenece al pintor expresionista alemán Max Beckmann.


¿Y a ti? ¿Te gusta leer en la playa?

Foto | Crespoju

martes, 8 de septiembre de 2009

Mi vecino Totoro


Estos últimos días de verano nos han traído un maravilloso regalo. Me entero de que Aurum va a distribuir en los próximos meses ediciones remasterizadas en DVD de las películas más importantes de Studio Ghibli, entre ellas Mi vecino Totoro (Hayao Miyazaki, 1988), aún inédita en este formato en España. La he podido ver un par de veces en unas condiciones más bien penosas (VHS degradado y doblado al español) y es una auténtica maravilla. Además, por si fuera poco, la van a proyectar en salas de cine (30 de octubre), lo que ya me parece un auténtico lujo, una oportunidad irrepetible.


Y es que por mucho home cinema que pongamos en nuestras vidas, no hay mejor manera de ver una película que en el cine, en la pantalla grande de esa sala oscura para la que fue concebida. Hasta hace relativamente poco, era posible encontrar en nuestras ciudades, en un ciclo organizado por la Universidad o algún cineclub, reposiciones de películas clásicas. Recuerdo con emoción haber visto en Granada Con faldas y a lo loco (Billy Wilder, 1959) con una Marilyn Monroe aún más resplandeciente (si eso es posible) en el blanco y negro del celuloide original, que nada tiene que ver con el de la televisión. Pero eso ya pasó a mejor vida. Ahora, en muchísimas ocasiones, ni las películas de estreno llegan a nuestros cines. En la ciudad donde yo vivo no han estrenado, por ejemplo, Ponyo en el acantilado, la última película de Miyazaki. Eso sí, el éxito taquillero del momento suele ocupar varias salas. Por eso, se agradece, aunque forme parte de una estrategia comercial, la reposición de Mi vecino Totoro.


Pero no nos vayamos por las ramas. Hayao Miyazaki es autor de un buen puñado de obras maestras. Y no sólo él, sino también otros miembros de Studio Ghibli como Isao Takahata, Tomomi Mochizuki, Hiroyuki Morita o Yoshifumi Kondo. Películas como Nausicäa del Valle del Viento (1984), El castillo en el cielo (1986), El cementerio de las luciérnagas (1988), Nicky, la aprendiz de bruja (1989), Recuerdos del ayer (1991), Porco Rosso (1992), Pompoko (1994), Susurros del corazón (1995), La princesa Mononoke (1997), El viaje de Chihiro (2001), El castillo ambulante (2004) o Ponyo en el acantilado (2008) ocupan ya un lugar destacado en la historia del cine y, sobre todo, en el recuerdo de muchos de los que las hemos disfrutado.


Yo no sabría decir qué película de Ghibli me gusta más. En realidad, todas. Pero, quizá por motivos de afinidad sentimental, siempre suelo quedarme con Mi vecino Totoro: el mundo de la infancia, la mudanza a una nueva casa, el campo, lo mágico japonés, la mezcla de lo cotidiano y lo fantástico, la relación entre las hermanas y el padre, los duendes del polvo, el árbol grande, la felicidad, la  ausencia de la madre, el descubrimiento constante.

Mi vecino Tororo (Tonari no Totoro) se desarrolla en el Japón rural de los años 50. Un profesor de universidad se traslada con sus dos hijas,  Mei y Satsuki, a una vieja casa de campo, mientras su madre, convaleciente de una enfermedad, se recupera en un hospital cercano. Allí encuentran un mundo mágico habitado por entrañables espíritus del bosque.


La película nos trae la pureza de la sencillez más profunda. Se nota que es una película hecha desde la propia emoción del creador, que sabe transmitir, desde la simplicidad, matices muy variados que siempre sugieren más de lo que muestran. Miyazaki es un artesano de los fotogramas que durante mucho tiempo se ha negado a usar la animación por ordenador. Animación de autor en el buen sentido. Eso es el Studio Ghibli. Por desgracia, todavía habrá muchos que pensarán que, como son dibujos animados, se trata de una película menor, sólo para niños. Bueno, pues esto es cine con mayúsculas, a la altura de otros cineastas japoneses como Kurosawa o Mizuguchi y por encima, por supuesto, de esas sesudas (y tramposas) películas que se nos venden como el colmo de la profundidad intelectual. Todavía hay quienes desprecian las películas de John Ford porque, al fin y al cabo, son de pistoleros.

Al final, nos queda una sensación de inmensa felicidad, de habernos reconciliado de algún modo con la vida. Ya tengo ganas de que llegue el 30 de octubre.

Vía | ZonaDVD | Blog de Cine

domingo, 6 de septiembre de 2009

El Tormes de Lázaro


Pues sepa Vuestra Merced ante todas cosas que a mí llaman Lázaro de Tormes, hijo de Tomé González y de Antona Pérez, naturales de Tejares, aldea de Salamanca. Mi nacimiento fue dentro del río Tormes, por la cual causa tomé el sobrenombre, y fue desta manera. Mi padre, que Dios perdone, tenía cargo de proveer una molienda de una aceña que está ribera de aquel río, en la cual fue molinero más de quince años; y estando mi madre una noche en la aceña preñada de mí, tomóle el parto y parióme allí. De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río.

Uno de los comienzos más famosos de la literatura. Nuestro héroe, como antes Amadís de Gaula, ha nacido en el río, pero sus padres no tiene noble linaje. Su madre no se llama Elisenda, sino Antona Pérez, y nadie lo ha lanzado al agua dentro de un arca con un pergamino que dice: "Éste es Amadís sin Tiempo, hijo del Rey". A Lázaro lo van a encomendar a un ciego, que le enseñará muy rápido en qué consiste la vida. A su padre, que no es rey, lo encarcelan cuando él tiene ocho años, acusado de "ciertas sangrías malhechas en los costales de los que allí a moler venían". Aún le queda mucho que pasar, muchas fortunas y adversidades, antes de llegar a buen puerto. Comienza la literatura del pobre.

Esta preciosa fotografía, que encontré en la web La druida de la Historia, fue tomada casi cuatro siglos más tarde. Nos presenta una escena cotidiana de hacia 1940: una mujer hace la colada en el río Tormes, con la Catedral de Salamanca y el Puente Romano de fondo, muy cerca de donde nació nuestro pícaro. Azorín diría que se trata de la propia Antona Pérez y que ese día ya estaba preñada de Lázaro. Yo no me atrevo a tanto, pero la verdad es que la fotografía tiene algo de  eterno retorno. No en vano estamos ante las aguas del mismo río.


Foto | La druida de la Historia