viernes, 16 de octubre de 2009

Ellos también leen (2)


Este caballero de mirada algo triste, que fue viajero por los Mares del Sur (como Robert Louis Stevenson) y se embarcó en un mercante (como Joseph Conrad), que llegó a vivir durante un tiempo entre caníbales y fue amigo íntimo de Nathaniel Hawthorne, que pasó del éxito al olvido momentáneo y a la fama imperecedera en lo que dura una vida, es el autor de una de las novelas más famosas de todos los tiempos: Moby Dick (1851).

En ella nos dejó, junto con sus conocimientos sobre el mar y los cachalotes, algunas de sus obsesiones, encarnadas en un personaje simbólico: el capitán Ahab, a quien la lucha vengativa contra el mal acaba convirtiendo en otra cara más de ese mismo mal.


Su comienzo es ya todo un clásico en la historia de la novela, que no me resisto a reproducir. Pongo aquí la traducción clásica de José María Valverde, que llenó muchas de mis tardes de un caluroso verano, en una lectura compartida (y gozosamente comentada, con acompañamiento de cervezas) con un amigo.

Llamadme Ismael. Hace unos años -no importa cuánto hace exactamente-, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un nuevo noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondria me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala.

Las referencias a Moby Dick impregnan todos los ámbitos de la cultura occidental, desde el cine a la narrativa o a los dibujos animados. Incluso he sabido que a alguien se le ha ocurrido la (casi obsesiva) idea de hacer una canción basada en cada uno de sus capítulos. Creo que va a tener bastante trabajo. ¿Quién no recuerda, por cierto, a Gregory Peck en la papel de capitán Ahab? John Huston realizó esta película en 1956, cien años después de que Melville escribiera su novela. Sus escenas finales me persiguieron algunas noches durante mi juventud.


Pero si traigo aquí al ballenero es por el cómic. Ya sabemos que ellos (los personajes de los cómics) también leen. Vamos a comprobar si a alguno le interesa Moby Dick.

Nuestro primer encuentro es con Fone Bone, el personaje creado por Jeff Smith para su obra Bone (1991), una deliciosa narración a medio camino entre la aventura fantástica y el humor, ganadora de nueve premios Eisner y ocho Harvey. Fone se ve obligado a abandonar junto a sus primos la ciudad en la que ha vivido desde siempre y se interna en un misterioso valle lleno de sorprendentes criaturas. En él conoce a Thorn, una joven de la que pronto se enamora. Cuando ella revisa el contenido de su mochila, encuentra cómics, revistas y una edición de Moby Dick, el libro favorito de Fone. Ya lo ha leído tres veces, pero no puede hablar de él con nadie porque no le hacen demasiado caso. Puedes seguir la escena pinchando en las imágenes de abajo. En España se pueden encontrar actualmente dos ediciones de Bone, ambas publicadas por Astiberri: una en blanco y negro (como los comic-books de la primera edición original) y otra en color.

 

A este otro personaje clásico del cómic, en este caso europeo, lo encontramos en la cama, recuperándose de una herida. Como el tiempo transcurre lento en estos casos y tiene a mano una surtida biblioteca, se entretiene leyendo Moby Dick. ¡Qué mejor sitio para leer que una cama!


Efectivamente, se trata del Teniente Blueberry, de Jean Giraud. En concreto, de la aventura Gerónimo el Apache (Geronimo l'Apache, 1999), perteneciente a la serie Mister Blueberry. Las historias de este personaje están siendo publicadas en España por Norma Editorial.

Por último, dos adaptaciones al cómic de la novela de Melville. Una, muy simplificada, la del gran maestro: Will Eisner, que no se encuentra ni mucho menos entre sus mejores trabajos, pero que conserva su característico trazo elegante. Es más un homenaje que una adaptación como tal.


La otra, una adaptación que a cualquiera que tenga ya unos años le traerá aires nostálgicos, no sólo por la obra en sí, sino por la colección a la que pertenece: Joyas Literarias Juveniles. Nunca se valorará lo suficiente lo que esta colección supuso para toda una generación de jóvenes lectores. Lectores de cómics y de libros.


Sobre Jeff Smith y Bone | Boneville | Guía del Cómic
Sobre Jean Giraud y el Teniente Blueberry | Dargaud | Tebeosfera
Sobre Will Eisner | Official Web Site
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lunes, 12 de octubre de 2009

El verano y los ríos


Ahora que parece que el verano vaya a quedarse con nosotros para siempre, me acuerdo de los ríos de mi infancia. Ríos y verano fueron muchas veces sinónimos. Ríos de domingo, cuando mi padre no trabajaba y la familia al completo, cargada de bolsas y cestas, buscaba un riachuelo cercano en el que aliviar el calor. Nos situábamos cerca del puente. El melón y las cervezas se refrescaban en la corriente. Cuidado, no se los vaya a llevar el agua. Estaríamos apañados. El transistor, con su sonido extraterrestre, dejaba de oírse en lo mejor del partido. El sabor de la tortilla fría y el deje ahumado de los chorizos. El sonido de los guijarros al pisarlos con las suelas de goma. El encuentro con los primos y sus costumbres de ciudad. La conversación pausada de mis abuelos. La complicidad de mi hermano.



Me cuesta recordar cómo eran los bañadores que llevábamos entonces. Tened cuidado con la corriente. No os metáis donde no hagáis pie. Y llegaba el momento tan deseado: el contacto con el agua, siempre fresca, incluso en un agobiante mediodía de agosto. Los ríos reales de mi infancia tenían aguas amarillentas y fondos de barro. Aún quedaba bastante para las piscinas de dimensiones olímpicas, las cremas protectoras y las gafas de sol. Nadie se preguntaba si el río estaría contaminado o si estaría prohibido bañarse. Eso llegaría después, junto a la migración a la modesta piscina de un pueblo cercano.



Y también estaban los ríos de los mapas, con sus nombres extraños y sus resonancias antiguas (Pisuerga, Alagón, Adaja, Tormes), tan diferentes a los nuestros, cuyos nombres me parecían entonces más vulgares. Y los ríos de los poemas memorizados en la escuela, que aún resuenan en mis oídos como la tabla de multiplicar o las preguntas numeradas del catecismo:

Río Duero, río Duero,
nadie a acompañarte baja,
nadie se detiene a oír
tu eterna estrofa olvidada.

O este otro:

¡Oh Guadalquivir!
Te vi en Cazorla nacer,
hoy en Sanlúcar morir.



De todos aquellos ríos de mi infancia hay dos recuerdos que me han acompañado hasta ahora. El primero va asociado al miedo que pasé en un recodo fangoso en que el agua era profunda y el barro del fondo se escurría y  me hacía perder pie. De pronto, me vi solo. No sabía nadar. Estaba atrapado. Me hundía sin remedio en una fosa abisal. Cuando salí del apuro, me callé y no se lo dije a nadie. Mira que me lo habían advertido.

Y el día en que me llevaron por primera vez a pescar (o más bien a mirar cómo pescaban). Me fascinó la parafernalia de artilugios (cañas, sedal, lombrices, carretes, nudos) que llevaba un amigo de mi padre, especialmente las cucharillas, tan brillantes y amenazadoras. Además, estaban los maravillosos nombres de los peces de río: la carpa, el barbo, el lucio, el black bass (basbás en la pronunciación de mi padre), que despertaban mi imaginación, pues no se encontraban en los libros de la escuela ni en la pescadería donde compraba mi madre, llena de vulgares sardinas y de bacalaíllas como las de los lunes (las de después de las lentejas).

Aquel día, si hubiera mirado hacia atrás, antes de regresar cansado y feliz a casa, seguro que habría encontrado un viejo anzuelo olvidado entre los guijarros. La vida me lo devolvió algún tiempo después.




Todas las fotografías son propias, excepto las de los puentes, que me encantaron y tomé prestadas de Meteored, cuyo foro está lleno de hermosas fotos de paisajes. Éstas pertenecen a un río de Cáceres. Quedo en deuda con su autor, Acer, al que le doy las gracias y espero no le importe que las haya utilizado. Las otras imágenes, las propias, son del Guadalquivir: las dos primeras cerca de Mengíbar; la otra, la del agua transparente y los guijarros, es del nacimiento. Si te fijas bien en esta última (lo siento, pero es escaneada, no digital) puedes ver la sombra de un insecto zapatero, tan propio de nuestros ríos.

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