sábado, 2 de enero de 2010

Los caracoles del jardín


Es de noche. Aunque el día ha sido apacible, ahora el viento golpea con fuerza los cristales del cuarto, que parece que se vayan a romper. Estás tan enfadado que no tienes miedo. Tu mirada está fija en las calcomanías de colores que decoran la alacena y no quieres que se desvíe de allí. Al lado, tu abuela respira dormida, ajena al viento y a la oscuridad de la noche. Piensas en el crucifijo que cuelga del cabecero metálico de su cama. Tintinea cada vez que se mueve. Ahora está quieto. Como lo estarán las gotas de mercurio que unías y separabas hace unas horas en la caja de tornillos del lavadero. Su interior siempre está en movimiento. Algo cruje fuera. Imaginas un mundo de vida nocturna en el jardín, esa que siempre surge de la nada cuando tu padre lo riega al atardecer. A veces eres tú quien lo riega con tus pequeños dedos que aprietan el extremo de la manguera para que el agua llegue más lejos. Todo el mundo sabe que, si llegas más lejos, saldrán más caracoles. Eres tan pequeño. El agua está fría. Silencio. Se oye lejano el sonido del televisor. Tus padres ven esa película de un gorila gigante que no te han dejado ver a ti  por no sé qué de los dos rombos. La rabia te impide apartar los ojos de la alacena. No piensas dormir. Aunque el viento golpee con fuerza en la ventana y lleguen hasta tu cama, muy apagados, los alaridos del monstruo, tú no te piensas dormir. Quizá no vayas a dormir ya nunca más. Los ojos te pesan. En algún lugar del patio los caracoles con los que jugaste se habrán recogido ya en su concha.