lunes, 26 de abril de 2010

El gato lector


Hay días, especialmente los lunes, en que me gustaría ser gato desde muy temprano. No un gato sofisticado, siamés o persa, sino un simple gato romano, común y familiar. Eso sí, un gato lector, amante de los libros e ilustrado tanto en el saber humano como en el gatuno. Me quedaría en casa y contemplaría la calle desde la ventana más alta, con ojos entrecerrados por el solecito tan grato de la mañana primaveral. Sería un gato bien comido y feliz. Acariciaría meloso los tobillos de las vecinas, que cederían al tacto de mis irresistibles bigotes y me ofrecerían sus caricias y lo mejor de sus despensas. Luego, buscaría el rincón más fresco del cuarto (quizá entre montones de libros y revistas) o algún lugar discreto del tejado y me dejaría llevar por el tiempo. Invocados por mi poderoso ronroneo, los recuerdos perdidos volverían de la nada, como sacados  de un pozo, y entendería por fin todo lo que no supe comprender. La vida puede ser fácil iluminada por el brillo nocturno de mis ojos. Y así hasta que saliera la luna.


Debe haber algo ancestral en la fascinación de los humanos por los gatos. Reconozco que podría quedarme horas observándolos. También me pasa con las llamas o con las corrientes de agua. Hace algunos años tuve un gato y hay gestos suyos que recordaré siempre. Creo que mi madre también recordará toda su vida sus escaladas en el pasillo, moqueta arriba, hasta llegar al techo. Y mi hermano no habrá olvidado las esquinas mordisqueadas de sus valiosos LP. El mío era un gato musical y alpinista. ¡Qué le voy a hacer!


Pero también estaba su manera ritual de quedarse quieto oyendo el silencio, de lavarse las orejas siempre en el mismo orden, de hacerse acariciar por los quicios de las puertas levantando con elegancia el rabo, de iniciar su ronroneo (hacer la moto lo llamábamos en casa) cuando iba a dormir, de darte insistentes cabezadas cariñosas en los tobillos cuando tenía hambre, de encrespar el lomo y desperezarse hasta el límite de lo posible, de hacerse una rosca sobre tus piernas arropadas con la falda de la mesa camilla. Así estudiaba yo en invierno: con  el gato enroscado sobre mí. El mayor de los placeres gatunos. Sólo superado por sus galopadas vertiginosas hacia mi cuello cuando mi madre le abría la puerta del cuarto. Era su manera de despertarme y buscar el calor de mi garganta. Yo, arropado hasta arriba. Él, buscando un hueco por el que colarse. Enrollado en mi cuello como una bufanda viva. Un juego de complicidades para empezar la jornada. Y estaba, además, el placer de dejarse llevar otros cinco minutos sabiendo el día que te esperaba.


¡Y lo bien que duermen! Casi todo el día durmiendo a pata suelta (y nunca mejor dicho).

    






Es curiosa la atracción que los gatos sienten por los libros, los cuadernos y todo tipo de objetos de escritura. Les gusta observarlos, subirse en ellos, hacerlos suyos. No sé si habrás intentado alguna vez leer o escribir al lado de un gato. Es imposible. Acaban subiéndose encima de tu libro o intentan pasar las páginas o rozan, con una delicadeza minimalista, el bolígrafo con el que escribes. Menos mal que al final se cansan y se acaban durmiendo, como los niños. Mi gato tenía una obsesión muy graciosa con mi vieja máquina de escribir Olivetti. Reconozco que alguna vez la saqué de su estuche nada más que para reírme de Minurri, que así se llamaba mi gato. El muy iluso quería atrapar las teclas cada vez que yo las golpeaba. Se ponía histérico: bajaba la cabeza al ras de la mesa, agachaba las orejas, dilataba las pupilas y se quedaba petrificado y, cuando yo rozaba lo más mínimo la tecla, él se lanzaba como un depredador a capturar a ese raro animal que dejaba rastros de tinta en el papel. Claro, en mi casa no había ratones y la máquina, con su lluvia rítmica de golpeteos, era un sustituto ideal para calmar sus instintos. Cuánto me reí con él.








Si los gatos y los libros se llevan tan bien, no es de extrañar que entre los escritores haya habido muchísimos amantes de los gatos. Ahora mismo me viene a la cabeza el caso de Mark Twain, a cuyos gatos podía, según se dijo en un artículo de la época, ordenar que se subieran en la silla y se durmieran y que estuvieran así hasta que él les mandase despertar. Esta foto, de 1887, es de sus gatos. El gato de la segunda fotografía se llamaba Bambino y Mark Twain lo había heredado de su hija. Como se puede ver, es un gato culto, bien rodeado de libros.



Mark Twain es famoso por su frases ocurrentes, algunas de ellas con los gatos como protagonistas:

Una de las diferencias más llamativas entre el gato y la mentira es que un gato tiene sólo nueve vidas.

Si se pudiera cruzar el hombre con el gato, resultaría una mejora para el hombre, pero un deterioro para el gato.

Se dice que Hemingway escribió Adiós a la armas rodeado de treinta y cuatro gatos. Así los vio Jorge Luis Borges en un soneto que recuerda algo a Baudelaire:

A un gato

No son más silenciosos los espejos
ni más furtiva el alba aventurera;
eres, bajo la luna, esa pantera
que nos es dado divisar de lejos.

Por obra indescifrable de un decreto
divino, te buscamos vanamente;
tuya es la soledad, tuyo el secreto.

Tu lomo condesciende a la morosa
caricia de mi mano. Has admitido,
desde esa eternidad que ya es olvido,

el amor de la mano recelosa.
En otro tiempo estás. Eres el dueño
de un ámbito cerrado como un sueño.



La soledad y el secreto de los gatos. Creo que el mejor intento de plasmar las sensaciones que imaginamos vive un gato lo he leído recientemente en un delicioso libro de Ian McEwan titulado En las nubes (The Daydreamer, 1994). En uno de los siete episodios conectados que forman la historia, encontramos al niño protagonista, Peter, que, mediante un mecanismo que no desvelaré, consigue meterse en la piel de un viejo y cansado gato hogareño, al tiempo que el gato se introduce en el niño. El juego de perspectivas es muy sugerente:

Nada le gustaba tanto a Peter como quitarse los zapatos y tumbarse junto al gato William frente a la chimenea de la sala en una tarde de invierno después de volver de la escuela. Le gustaba agacharse y ponerse al mismo nivel que William, colocar su cara junto a la del gato y ver qué extraordinario era, qué hermosamente no humano, con las púas de pelo negro que surgían formando un globo de la pequeña cara bajo el pelaje y los bigotes blancos con esa curva ligeramente descendente, los pelos de las cejas alzándose como antenas de radio y los pálidos ojos verdes con las hendiduras verticales, como puertas entreabiertas a un mundo en el que Peter jamás podría entrar. En cuanto se acercaba al gato, empezaba un ronroneo sordo y profundo, tan grave y fuerte que el suelo vibraba. Peter sabía que era bien recibido.

Qué delicia era caminar sobre cuatro almohadilladas patas blancas. Veía los bigotes que surgían a ambos lados de la cara y sentía la cola que se curvaba tras él. Su andar era ligero, y el pelo era igual que el más cómodo de sus viejos jerséis de lana. A medida que aumentaba el placer de ser un gato, su corazón se henchía y una hormigueante sensación procedente de lo hondo de su garganta crecía tanto que hasta podía oírla. Peter estaba ronroneando.

El día transcurrió como había deseado. Durmiendo, bebiendo a lengüetazos un cuenco de leche, volviendo a dormir, comiendo un poco de comida para gatos que en realidad no era tan mala como cabía sospechar por su olor (se parecía bastante al pastel de carne sin puré). Luego, otra pequeña siesta. Antes de que se hubiera dado cuenta, fuera, el cielo se oscurecía y los niños salían de la escuela. El niño William parecía agotado después de un día de escuela y peleas de patio. El gato niño y el niño gato se tumbaron juntos frente a la chimenea del salón.


Pero el gato que a mí me hubiera gustado ser en realidad es Fellini, el amigo de Enriqueta y de Madariaga. Se trata del trío protagonista de algunas de las viñetas de Macanudo, obra del dibujante argentino Liniers. que aparece en forma de tiras en el diario La Nación desde 2002. En España están siendo publicadas en tomos recopilatorios por Reservoir Books. Allí conviven con otros muchos personajes. Se trata de una obra llena de un humor poético, medio surrealista, medio absurdo, imaginativo y sorprendente, muy variado por la cantidad de personajes, tonos y temas. El dibujo es delicioso. Sólo por ver los dibujos ya merece la pena. Le sabe sacar provecho como nadie al limitado espacio de una tira diaria. Es un descubrimiento permanente. Muy recomendable.

Aquí te dejo una buena selección de tiras protagonizadas por Fellini y Enriqueta. No olvides que puedes pinchar en ellas para ampliarlas.



















En el mundo del cómic los gatos nos salen al paso en cualquier callejón o cruce de viñetas. De los muchos caminos que podemos seguir, me quedo de momento con dos recientes, que recogen a la perfección esos tics o gestos propios de los gatos de los que hablábamos.

El primero es el dibujante estadounidense Jeff Brown, autor, entre otras obras que merecen la pena, de Gato saliendo de una bolsa y otras observaciones (Cat Getting Out of a Bag, 2007), publicado en España por La Cúpula. De él ya hemos visto arriba algunas imágenes, en concreto las del gato que intenta pasar las páginas del libro, juega con una libreta hasta quedarse dormido y se acerca a la cama de su amo. Esta última me sorprendió mucho porque es justamente lo que hacía mi gato. Aquí te dejo otras:




El segundo caso es el de Chi, la protagonista de El dulce hogar de Chi, obra de la autora nipona Konami Kanata. A diferencia de Macanudo y de la obra de Jeff Brown, orientadas a un público adulto, ésta es una obra dirigida a un público amplio, incluido el infantil. En capítulos muy breves, llenos de humor, ternura e ingenuidad, cuenta la historia de una gatita que se pierde de su madre y es encontrada por un niño, en cuya casa (un edificio en el que no permiten tener gatos) es acogida. El gato descubre el mundo de los humanos a través de una familia que descubre las costumbres de los gatos. Asombra, sobre todo, la capacidad de la autora para reflejar, con un dibujo muy sencillo y colorido, todo un mundo variadísimo de gestos que cualquier amante de estos animales sabe reconocer. En España está siendo publicado por la editorial Glénat. De momento, van seis tomos.




Hay muchos gatos que dejo en el tintero: Krazy Kat (de Herriman), el siempre malintencionado gato del ático de 13 Rue del Percebe (de Francisco Ibáñez), Mooch, el gato de Mutts (de Patrick McDonnell), El gato del rabino (de Sfarr), los gatos nazis y los ratones judíos de Maus (de Art Spiegelman), etc. Sin duda, nos visitarán más adelante.




En fin, me voy, que tengo que ronronear y dormir un rato. Aunque antes me daré un paseo tranquilo por los tejados. ¿Te apuntas?


Algunas de las fotografías de gatos leyendo (1-2-5) tienen licencia Creative Commons y pertenecen respectivamente a Bookwomanj, Zubiëh y Ohmaga. Las he encontrado en Flickr, donde las imágenes y grupos relacionados con los gatos son abundantísimos. La ilustración Books. Cats. Life is Sweet es de Edward Gorey.

jueves, 1 de abril de 2010

Dos ánimos gemelos


Hace algunos años, una calurosa mañana de agosto, me encontré visitando, por uno de esos maravillosos azares que deparan los viajes, la casa de Keats en Roma. He de reconocer que no tenía ni idea de su existencia. Si acaso, la referencia olvidada de alguna guía de viajes. De hecho, a esa hora yo debería haber estado cumpliendo con mi obligada visita a los Museos Vaticanos, pero, a veces, los viajes nos ofrecen regalos inesperados y éste fue uno de ellos. El caso es que estaba paseando, libre de horarios, por la Piazza di Spagna. No tenía remordimientos por lo que me había perdido. Siempre me gustó más la Roma pagana que la vaticana.




Pasear por la Piazza di Spagna una mañana de sábado, sin nada que hacer, es ya todo un lujo. Me gusta que muchos edificios de Roma tengan cierto aspecto decadente, cierto deterioro que acentúa su encanto. Y no es encanto lo que le falta a esta plaza. Me acuerdo ahora mismo de la escena de Vacaciones en Roma en que Gregory Peck contempla cómo una celestial Audrey Hepburn disfruta con auténtico placer, suyo y de los espectadores, de un gelato junto a la gran escalinata.




Pues allí, en una esquina de la plaza, junto a la gran escalinata, está la Keats-Shelley House ('Discover Rome's Hidden Secret'). Todo lo que fuera es bullicio se vuelve tranquilidad en su interior en penumbra. Aquella mañana no había casi nadie. Podías detenerte sin prisas a observar los estantes de libros, los detalles de los objetos personales allí reunidos, las pinturas y dibujos, los manuscritos. Podías observar, desde la ventana de persianas venecianas, una perspectiva, inédita para ti, de la gran escalinata, quizá tal y como la observó el propio Keats. Y podías contener el aliento al entrar en su dormitorio y colocarte junto a la cama en que murió el 23 de febrero de 1821 enfermo de tuberculosis. Allí estaban las máscaras mortuorias que le hicieron en su momento y algunos dibujos, más bien sombras, de sus noches de agonía.






John Keats había llegado a Roma un año antes invitado por su amigo Percy Bysshe Shelley. Huía de la tuberculosis, que había hecho estragos en su familia. Lo acompañaba otro amigo, el pintor Joseph Severn. Podemos imaginarlos buscando el cálido sol de las calles romanas, alivio para el cuerpo y el espíritu. Incluso paseando a caballo por la Vía Flaminia, tal y como le había aconsejado para levantarle el ánimo su médico, que también vivía allí, en la Piazza di Spagna. Lejos había quedado su amor, Fanny Brawne, a la que había conocido unos años antes. La enfermedad los separó definitivamente.




Su vida no había sido fácil. Nos dejó unos pocos poemas, entre los que destacan la Oda a un ruiseñor, la Oda a una urna griega, la Oda a la melancolía y Endymion. Para muchos, pese a su corta vida y a su escaso reconocimiento en un primer momento, es el poeta romántico inglés por excelencia. Y no sólo por su producción literaria, sino por su clara conciencia teórica sobre lo que debe ser la poesía, que no dejó escrita en prólogos o manifiestos, sino que diseminó, como quien no le da importancia, en cartas a sus amigos.

Como explica José María Valverde en el prólogo a su antología Poetas románticos ingleses, "en contra de la egolatría y la sinceridad, dice que lo decisivo en el poeta no es presentar un mensaje personal, filosófico o moral, ni una individualidad interesante y genial, ni una especial habilidad de lenguaje, sino tener 'capacidad negativa', o sea, ser capaz de olvidarse de sí mismo y sumergirse en las situaciones y en las cosas para hacerlas poemas". El poeta se borra a sí mismo, como antes Shakespeare:

El poeta lo es todo y no es nada; no tiene carácter; disfruta de la luz y de la sombra. Lo que choca al virtuoso filósofo, deleita al camaleónico poeta.

Un poeta es la cosa más impoética que existe, porque no tiene identidad: está continuamente sustituyendo y rellenando algún cuerpo.

Pero incluso ahora quizá no esté hablando desde mí mismo, sino desde algún personaje en cuya alma vivo ahora.




El soneto que hoy quiero compartir contigo, un texto de juventud de Keats (si es que todos no lo son en un poeta que murió con veinticinco años)  no está entre sus poemas más conocidos. En él se mezclan el tema de la soledad, la búsqueda de consuelo en la naturaleza y el deseo de compartirla con un espíritu gemelo:

O Solitude! if I must with thee dwell,
Let it not be among the jumbled heap
Of murky buildings; climb with me the steep,-
Nature’s observatory - whence the dell,
Its flowery slopes, its river’s crystal swell,
May seem a span; let me thy vigils keep
’Mongst boughs pavillion’d, where the deer’s swift leap
Startles the wild bee from the fox-glove bell.
But though I’ll gladly trace these scenes with thee,
Yet the sweet converse of an innocent mind,
Whose words are images of thoughts refin’d,
Is my soul’s pleasure; and it sure must be
Almost the highest bliss of human-kind,
When to thy haunts two kindred spirits flee.

William Bell Scott, The Gloaming

Que en la traducción de José María Valverde dice así:

¡Oh Soledad! si tengo que residir contigo,
no sea entre el montón confuso de edificios
destartalados: trepa conmigo por lo abrupto,
hacia el observatorio de la Naturaleza,

donde el arroyo en flores, con su cristal crecido,
es sólo un trecho: déjame observar tus vigilias
bajo un dosel de ramas, donde el ciervo, brincando,
espanta a la silvestre abeja en su campánula.

Pero aunque en paz contigo seguiré estas escenas,
la conversación dulce de una mente inocente
cuyas palabras sean imágenes de ideas

refinadas, complace a mi alma: y debe ser
la más alta ventura de la humanidad cuando
huyen a tu refugio dos ánimos gemelos.

John Everett Millais, Landscape, Hampstead

Leyendo este poema de Keats me viene a la memoria una rima de Bécquer y pienso en lo diferentes que son el Romanticismo inglés y el español. En España apenas si hemos tenido sentimiento de la Naturaleza, que es tan reciente como la Generación del 98. Nuestro Romanticismo carece de autores como Coleridge o Wordsworth. Para nosotros la naturaleza ha sido simplemente 'el campo', entendido casi siempre en el peor de los sentidos e identificado con el concepto de 'atraso'.


John Everett Millais, The Waterfall

En esta rima de Bécquer, que trata también sobre el tema de los espíritus afines (aquí las almas de los amantes), el tono meditativo de Keats se vuelve vehemente. Y la Naturaleza, antes cercana (ciervos, abejas, ramas, flores, un arroyo, campánulas), es ahora majestuosa y simbólica (lenguas de fuego, olas que mueren juntas, jirones de vapor). Una parece fruto de un paseo campestre, la otra de un delirio provocado por la fiebre.

Dos rojas lenguas de fuego
que a un mismo tronco enlazadas
se aproximan, y al besarse
forman una sola llama.

Dos notas que del laúd
a un tiempo la mano arranca,
y en el espacio se encuentran
y armoniosas se abrazan.

Dos olas que vienen juntas
a morir sobre una playa
y que al romper se coronan
con un penacho de plata.

Dos jirones de vapor
que del lago se levantan,
y al juntarse allí en el cielo
forman una nube blanca.

Dos ideas que al par brotan,
dos besos que a un tiempo estallan,
dos ecos que se confunden,
eso son nuestras dos almas.


John Everett Millais, The Mouth of Wild Water

John Keats está enterrado en Roma, en el cementerio protestante. No tuve tiempo de visitar su tumba, pero espero hacerlo algún día. En su lápida podemos leer, según su deseo, el siguiente epitafio:

This Grave contains all that was mortal, of a Young English Poet, who on his Death Bed, in the Bitterness of his heart, at the Malicious Power of his enemies, desired these words to be Engraven on his Tomb Stone: Here lies One Whose Name was writ in Water.

Aquí yace alguien cuyo nombre fue escrito en el agua.





La belleza es la verdad, la verdad es belleza, esto es todo lo que necesitas saber.

'Beauty is truth, truth beauty', that all
Ye know on earth, and all ye need to know.

Todas los retratos de John Keats de esta entrada son de su amigo Joseph Severn, excepto el primero, el más conocido, que es una pintura de William Hilton. Joseph Severn viajó con Keats a Roma, vivió en esa misma casa, lo vio morir (suyo es el dibujo de Keats en su lecho de muerte) y está enterrado junto a él ('Aquí yace Joseph Severn, amigo de John Keats'). El manuscrito bajo la imagen de Fanny Brawne es de la  última carta que le escribió Keats antes de morir.

Las fotografías de la Piazza di Spagna son propias, excepto la que va en blanco y negro. Por desgracia, no pude asistir al rodaje de Vacaciones en Roma, que ya me hubiera gustado. El resto de las fotografías las he tomado de las webs citadas abajo. Las dos son muy recomendables y están llenas de información, fotografías y enlaces. Me da envidia comprobar lo bien que cuidan a sus clásicos en el mundo anglosajón. No encuentro el equivalente español.


Casa de John Keats en Roma | The Keats-Shelley House in Rome
Vídeo | The Keats-Shelley House: Channel on YouTube 
Vídeo | Keats-Shelley Memorial House (Citeyes)
Sobre Keats | John-Keats.com | The Life and Works of John Keats
Pintura | John Everett Millais | William Bell Scott | William Hilton