jueves, 14 de abril de 2011

Lecciones de cosas


Todos los objetos que nos rodean tienen una historia. Llenan nuestros cajones y, de vez en cuando, sin que los busquemos, aparecen en nuestras vidas y nos llevan a un tiempo a medias real y a medias imaginado. Ese sacapuntas de la escuela, el calendario donde tu padre anotaba minuciosamente los resultados de su equipo, la bombilla del cinexin que guardaste por si acaso algún día, la única foto de esa chica que tanto te gustaba, la concha marina que te trajeron de Chile junto con una cajita de arena aquel verano, ese cromo que nunca llegaste a pegar en el álbum y quedó náufrago entre tantas colecciones infantiles, ese Don Juan Tenorio de tu abuela que alguien le regaló una mañana de hace muchos años.

Ahora mismo tengo en mis manos un precioso libro escolar que perteneció a mi padre. Se llama Lecciones de cosas. Fue publicado en 1934. Su autor es José Dalmau Carles. Durante muchos años estuvo perdido en un trastero y hoy me he acordado de él. No deja de ser un simple manual de aprendizaje básico que tiene el encanto de los libros escolares antiguos, que es mucho. Enseñanzas elementales: el viento, el agua, los peces, la higiene, la escritura. Pero éste tiene encantos añadidos. En su primera lección, titulada, como mandan los cánones, La patria, aparece la descripción de nuestra bandera: "La enseña de nuestra nación es la bandera roja, gualda y morada que vemos flotar encima de este torreón". Estamos en 1934. Años después, un niño, quizá mi padre, tachó con sumo cuidado la palabra morada para convertir su bandera en bicolor. El papel y la tinta son escasos y un libro republicano para niños puede reutilizarse en los años posteriores, con las debidas correcciones, por supuesto.


Cuántas cosas encontramos dentro de los libros. Anotaciones, flores, cartas, resguardos. Dentro de éste hay otra sorpresa: un calendario deportivo con los resultados de la jornada anotados a mano. Reconozco la letra de mi padre y supongo que lo metió dentro bastante tiempo después. ¡Quién sabe la de vueltas que ha dado ese calendario hasta llegar ahora a mis manos! Me lleva a otro tiempo. Al igual que las hojitas de  almanaque que encuentro perdidas, de vez en cuando, en otros libros. Mi abuela era muy aficionada a ellas y supongo que las utilizaba como marcador y allí quedaron. Me hace ilusión encontrarlas. Desde entonces me he aficionado a ellas y, cuando me acuerdo, dejo olvidada, como quien no quiere la cosa, una de esas hojitas con la esperanza de volverla a encontrar en otro tiempo. La del día de hoy quedará dentro del libro que espero terminar esta noche.



Hoy, 14 de abril de 2011, me he acordado de una visita que hice, hace ya bastantes años, a un médico de reconocido prestigio, muy respetado. Era mayor y estaba ya jubilado, pero seguía atendiendo a algunos pacientes, supongo que por amor al oficio que había ocupado toda su vida. Nada más recibirnos en un gabinete antiguo, de otra época, y saludarnos con sencillez extrema, nos preguntó, quizá para romper el hielo: ¿Saben qué día es hoy? Era un 14 de abril. Yo dudé, sin comprender el sentido de la pregunta. Más tarde, alguien me contó que era un médico republicano, destituido de su cargo en Madrid, que se había refugiado en su oscura consulta de provincias, al igual que tantos otros. Aún le estoy agradecido. El recuerdo de aquella consulta, de sus pruebas rituales, de lo minucioso de sus preguntas, anotadas con estilográfica por él mismo en una ficha, de su trato cordial y sencillo y de lo certero de su diagnóstico, me siguen emocionando.

También me he acordado de La arboleda perdida, en que un Rafael Alberti entusiasmado nos cuenta sus recuerdos de otro 14 de abril:

Era un mediodía, rutilante de sol. Sobre la página del mar, una fecha de primavera: 14 de abril.

Sorprendidos y emocionados, nos arrojamos a la calle viendo con asombro que ya en la torrecilla del ayuntamiento de Rota una vieja bandera de la República del 73 ondeaba sus tres colores contra el cielo andaluz. Grupos de campesinos y otras gentes pacíficas la comentaban desde las esquinas, atronados por una rayada Marsellesa que algún republicano impaciente hacía sonar en su gramófono. Mientras sabíamos que Madrid se desbordaba callejeante y verbenero, satirizando en figuras y coplas la dinastía que se alejaba en automóvil hacia Cartagena, un pobre guardia civil roteño, apoyado contra la tapia de sol y moscas de su cuartelillo, repetía, abatido, meneando la cabeza:

–¡Nada, nada! ¡Que no me acostumbro! ¡Que no me acostumbro!
–¿A qué no te acostumbras, hombre? –quiso saber el otro que le acompañaba y formaba con él pareja.
–¿A qué va a ser? ¡A estar sin rey! Parece que me falta algo.

Rafael Alberti | La arboleda perdida | 1959

Y pienso en tantos sueños de igualdad, respeto, trabajo digno, ciencia y educación. En la mano temblorosa de aquel médico que anotaba con caligrafía antigua en su ficha. Y en la del niño al que su maestro le dijo que la bandera ya no tenía tres colores, sino dos. Y él, sin saber muy bien por qué, tachó obediente el color morado. Leo los periódicos, oigo la radio, observo a los jóvenes. Y comprendo que hay mucho camino por delante y mucho trabajo que hacer. Y muchos ideales educativos auténticos en que creer, aunque los tiempos parezcan llevarnos por otros senderos.