sábado, 28 de mayo de 2011

Vendrá esta noche


Vendrá esta noche, como todas las anteriores. Trepará por la pared y se esconderá en el armario o debajo de la cama. Esperará la hora exacta, cuando relaje los músculos del cuello y entorne los párpados. Sé que voy a sentir miedo cuando escuche su respiración en la cocina o el viento frío de sus pasos acercándose por el pasillo. He intentado convencerle de que estoy débil y ya no le sirvo, mis mejillas están muy pálidas. Pero el vampiro no escucha y se ríe de mi crucifijo.

Juan Gracia Armendáriz


Fotografía | Jan Lukas, From The Cycle Labyrinth | 1960s

miércoles, 25 de mayo de 2011

La mujer que amé


La mujer que amé se ha convertido en fantasma. Yo soy el lugar de las apariciones.

Juan José Arreola | Narrativa completa | 1997

sábado, 21 de mayo de 2011

Inventario


Una goma para borrar recuerdos
y un lápiz para inventarlos.
Y una caja grande de colores
para el arcoíris de tus besos.
Acuarela para las mejillas
y pinceles para nuestros sueños.
Tinta en mis manos
y virutas de nata en tu pelo.
Y un estuche de dos pisos
para refugiarnos en invierno.

miércoles, 11 de mayo de 2011

Están donde estuvieron


Como médanos de oro,
que vienen y que van, son los recuerdos.
El viento se los lleva,
y donde están, están,
y están donde estuvieron,
y donde habrán de estar... –Médanos de oro–.
Lo llenan todo, mar
total de oro inefable,
con todo el viento en él... –Son los recuerdos–.

Juan Ramón Jiménez | Piedra y cielo | 1919

viernes, 6 de mayo de 2011

Desayuno


Me gustas cuando dices tonterías,
cuando metes la pata, cuando mientes,
cuando te vas de compras con tu madre
y llego tarde al cine por tu culpa.
Me gustas más cuando es mi cumpleaños
y me cubres de besos y de tartas,
o cuando eres feliz y se te nota,
o cuando eres genial con una frase
que lo resume todo, o cuando ríes
(tu risa es una ducha en el infierno),
o cuando me perdonas un olvido.
Pero aún me gustas más, tanto que casi
no puedo resistir lo que me gustas,
cuando, llena de vida, te despiertas
y lo primero que haces es decirme:
«Tengo un hambre feroz esta mañana.
Voy a empezar contigo el desayuno».

Luis Alberto de Cuenca | El hacha y la rosa | 1993




Cybill Shepherd en The Last Picture Show | Peter Bogdanovich | 1971

domingo, 1 de mayo de 2011

El trastero


En aquella época mis abuelos vivían en un segundo piso y yo solía visitarlos casi todos los domingos. Ir hasta la capital me permitía explorar un territorio muy distinto al cotidiano, un territorio lleno de quioscos, confiterías y estancos. De tebeos Marvel y barquillos de crema degustados al sol en plazas con estatuas antiguas y sonido de campanas. Y a la hora de la siesta tenía una casa distinta cuyos rincones podía descubrir. Para un niño un cambio de casa, aunque sea por unas horas, tiene algo de aventura. Cada niño lleva siempre con él su propia aventura.

Mi rincón preferido era el trastero, quizá porque iba muy poco y no lo conocía bien. Para llegar a él había que subir varios tramos de escalera y mis abuelos, tan complacientes en otras cosas, no parecían muy dispuestos a llevar hasta allí a un niño alérgico al polvo. Pero, de vez en cuando, se producía el milagro: era necesario subir. Algunas veces, ellos más generosos o yo más cansino, me dejaban subir solo. En el piso de arriba vivía un matrimonio mayor al que encontrábamos a veces en el portal. Correctos, educados, amables. Creo recordar que él se llamaba Sebastián y era muy alto. Uno de esos domingos supe que había muerto. Fue una de las primeras veces que fue consciente de la muerte. Desde entonces, me daba mucho miedo pasar por su puerta, ya siempre cerrada, pero era un peaje necesario si quería llegar hasta el desván. Pasaba por ese tramo del tercero a toda prisa, pegado a la pared, mirando de reojo hacia atrás. Un sudor frío me recorría el cogote y se me erizaban los pelos de todo el cuerpo. Encaraba el tramo final directamente a la carrera hasta llegar al descansillo de los trasteros, con su suelo de cemento sin embaldosar y su uralita en el techo. Entonces metía la vieja llave en la cerradura, luchaba un poco con ella y se abría ante mí el cofre del tesoro.


Allí se amontonaban objetos que habían formado parte de la vida de mis abuelos. Tantos y tan curiosos que, de una vez para otra, no podía recordarlos. El techo era inclinado y acababa en un pequeño ventanuco que, aunque estaba muy tapado y era casi imposible acercarse hasta él, daba algo de luz al espacio, ocupado por telas y objetos cuyos nombres y uso desconocía. Platos, quinqués de petróleo, damajuanas, atizadores, cajas imposibles de abrir por el peso que aguantaban, braseros antiguos, una radio Vanguard, alguna silla desfondada, viejas fotografías familiares enmarcadas y olvidadas y, en un lateral, láminas  con pirámides y motivos orientales, que alguna vez habían presidido el salón familiar, quizá mientras mi abuela escuchaba en aquella radio los seriales de la tarde. Y muchos libros en una inestable estantería improvisada con tablas viejas. Números sueltos de Reader's Digest. Obras de teatro de colecciones populares: Muñoz Seca, los Quintero, Arniches. Y novelas de detectives y del Oeste, a las que mi abuelo era muy aficionado. Un día se va a escapar un tiro, Antonio, y ya verás, le decía mi abuela, pero él no levantaba la vista de sus páginas amarillentas, mientras disfrutaba tranquilo un Camel mentolado cuyo humo perfumaba toda la habitación.


Algún tiempo después, tuve la suerte de ser yo quien viviera en esa casa. Y subí muchas veces a ese trastero, casi siempre cuando se hacía imprescindible. Era diminuto y me tenía que inclinar para no darme en el techo y la mayoría de los objetos que habían formado parte de mi cofre del tesoro ya no estaban. Hoy me pregunto cómo en aquel espacio tan reducido cabían todos mis sueños. Nunca pude evitar el escalofrío en la espalda al pasar por la puerta del tercero.