La casa donde nací ya no existe. La derribaron hace años. De sus paredes de temple y sus ventanas de cristales antiguos no quedan más que algunos recuerdos que la memoria, siempre caprichosa, ha conservado para devolverme, de tarde en tarde, a ese tiempo ya perdido. Hoy me he acordado de ella y he repasado cada una de sus habitaciones. Allí fui feliz. Con mis padres, con mi abuela, con mi hermano.
Los recuerdos de las casas que habitamos son poderosos. Son las huellas de nuestra vida allí. Actos cotidianos, íntimos, intrascendentes. De vez en cuando nos sorprendemos pulsando un interruptor de la luz que no existe, y, tras tantear inútilmente en la pared, nos damos cuenta de que hemos pulsado el de aquella otra casa que ya casi habíamos olvidado. Y entonces se abre todo un portal de recuerdos. ¿No te ha ocurrido esto alguna vez? Las casas guardan nuestros secretos, nuestros deseos, nuestras risas, nuestras lecturas, nuestros besos. ¿Podríamos llevar la cuenta de las casas en que hemos vivido? Sí, sin duda. Es un placer recordarlas. Allí están nuestros cafés de media tarde, los sonidos siempre incómodos del despertador, las películas disfrutadas en común, nuestros sillones favoritos de lectura. Han sido un lugar fijo desde el que entender el mundo. Los tiempos se confunden como en un laberinto o una espiral. Podemos hacer listas interminables de recuerdos. Aquellas baldosas que tanto se movían (y tenían su encanto), la única chimenea de leña que hemos disfrutado, el largo pasillo hacia ningún sitio, la cochera imposible, los techos altos y las bombillas que alumbraban como velas, el tabique a medio hacer, el olor a viento antiguo del patio de luces, la jarapa y el rincón de los juguetes (con sus interminables coches para aparcar), la terracilla de la cocina, la pila de tebeos Marvel al lado de la cama, el barreño de las tortugas, la alacena de mi abuela, aquellas almohadas con las que jugábamos como si fueran personajes (aún recuerdo sus nombres), la calidez de la sábanas aquel invierno, la caricia de tus besos al despertar los domingos. ¿Recuerdas? Siempre ha habido un refugio, una covancha, un reino propio.
Pero, de todas las casas, la más poderosa es la de nuestra primera infancia, esa de la que apenas tenemos fotografías. Casas llenas de sombras, niebla y felicidad. Yo nací literalmente en aquella casa, no en el hospital, como ya era frecuente entonces. Ahora me parece algo muy antiguo, pero a mi madre le debió de parecer de lo más normal. Siempre cuenta que me pusieron a llorar, tras los azotes pertinentes, en el poyo de la cocina. Muchas veces he reconstruido mentalmente la estructura de aquella casa y he intentado recordar qué había en cada pared. Allí están (ya ruinas) mis recuerdos más antiguos. Una modesta casa de alquiler para trabajadores de una fábrica de cemento. Un paraíso con jardín y huerto para un niño. Las fotografías son muy escasas y apenas dejan entrever un escalón, el marco de una ventana, el sillón de mimbre de la entrada o la sombra de aquel árbol tan inmenso. Está bien que sea así. Recuerdos con cuentagotas. Hace poco mi hermano consiguió viejas fotografías que guardaba mi tía y que no recordábamos haber visto nunca. ¡Qué sorpresa más agradable! ¡Qué raro ver imágenes tuyas de niño! Creemos que siempre fuimos como aparentan las poquitas fotos nuestras que se conservan y, de pronto, aparecen nuevas y nos vemos muy distintos a como nos imaginábamos. ¿Te ha pasado alguna vez? El caso es que, tras el impacto inicial al fijarme en las personas, observé los fondos. Allí estaba la casa, que me ofrecía nuevas pistas para avivar recuerdos. El patio. La mecedora de mi abuela, los arriates en que sembraba mi padre, los geranios de mi madre, los botes de colonia Nenuco de mi hermano recién nacido. Aún somos niños (aunque vayamos cumpliendo ya demasiados años).
La casa donde viví de niño ya no existe. ¿Qué habrá sido de sus fantasmas? ¿Se perdieron entre sus ruinas o son los mismos que ahora me acompañan?
La fotografía que abre la entrada la hizo Jan Lauschmann en 1929. Las otras dos están hechas por mi tío en el patio de la casa donde nací. Ese bebé serio, pero feliz, dueño todavía del mundo, dicen que era yo. El patio ya no existe.
Cuando se tira abajo una casa
ResponderEliminarno se clava el hacha de un solo golpe
bien de raíz.
Ni es de pie que ella cae
con sus ramajes.
Una casa
se mata despacio.
Se arrancan primero los pasamanos de la escalera
abriendo a la ruina los peldaños inútiles.
Se retiran los herrajes
y las vigas.
Después se arrancan puertas y ventanas
se vacían en la fachada los dinteles ciegos.
Y quien pasa ya sabe.
Aquí no se vive más.
Entonces es la hora de las tejas
despellejadas sin sangre una por una.
Mostrando los huesos
yace
más que muerto
el descarnado esqueleto
en el jardín.
Cruel laparoscopia de mis fantasmas
la casa en que viví fue tirada abajo.
Se van los espectros, todos sin abrigo
deshaciendo las imágenes superpuestas.
Vamos nosotros sin marcas en el polvo.
Y las palabras
tantas palabras que hilamos juntos
y que las paredes guardan en sus entrañas
son deshechas a mazazos.
Muerte bajo el sol. Marina Colasanti
Trad. María Teresa Andruetto
Y las fotografías, que siempre nos matan un poquito, trayéndonos esos lugares, ya ausentes...
ResponderEliminarEmmagunst, magnífico el poema que nos dejas y muy apropiado para el tema de la entrada. Qué bien capta la sensación de abandono y ruina de una casa donde hemos dejado mucho de lo que fuimos ("tantas palabras que hilamos juntos". El final es impresionante. Me ha encantado. No conocía nada de Marina Colasanti. Otro descubrimiento más que te debo. Tu blog es una mina. Gracias. Un saludo.
ResponderEliminarCuervo, las fotografías tienen un poder de transportarnos a otro tiempo que sólo iguala la música. Los sujetos de la foto somos nosotros, pero al mismo tiempo son unos extraños. Saludos.
ResponderEliminarExcelente.
ResponderEliminarGracias, Isabel. Me alegro de que te gustara. Un saludo.
ResponderEliminar¡Ah, esas casas viejas...! Tuve que abandonar la mía en un pueblecito jienense cuando sólo tenia 15 años, porque nos marchamos a Cataluña. Cuando vuelvo a ella, no puedo evitar que los ojos se me humedezcan; lo mismo que el pequeño cobertizo de la huerta de mis abuelos, otra casa con mucha vida que ha perecido, como sus muros, que se desparraman, muertos ya, por el abandono y el tiempo.
ResponderEliminarBonito lo que publicas. Me apunto a tu blog.
Teresa
Me transporte a la niñez, gracias por acompañarme en ese calido camino.
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