sábado, 13 de octubre de 2012

Una casa en la selva


Otoño en Granada. Una de esas mañanas que invitan al paseo y al café ocioso, alegremente completado con compras en alguna librería. Delante de mí pasean un padre y su hijo, cogidos de la mano y callados. El chico parece modoso y seriecito. Un tirón del brazo y pregunta inesperadamente:
─Papá, ¿cuánto vale una casa en la selva?
Sonrío. Me cuesta asimilar la pregunta tanto como al padre, que duda y, no muy convencido, le contesta:
─Uf... Depende...
Vuelvo a sonreír. ¿En qué tipo de casa estaría pensando el niño? ¿Qué habría motivado su pregunta? ¿Pensaría mudarse allí con toda su familia? ¿De qué depende el precio? No he podido evitar imaginármelos a todos tan felices encima de un árbol, como en la choza de Tarzán, que era la única casa-en-la-selva posible cuando yo tenía su edad. Infancia, el tiempo en que cualquier pregunta tiene sentido. Dentro de unos años, a ese niño, que seguirá viviendo en un bloque de pisos, le crecerá pelusilla bajo la nariz y cuestionará todas las preguntas y respuestas de su padre. Muy lejos, en una casa en la selva, otro niño de su edad pasará hambre.




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