miércoles, 12 de febrero de 2014

Le amalaba el noema



Hoy se cumplen treinta años de la desaparición de Julio Cortázar. El 12 de febrero de 1984 moría en París este argentino inclasificable nacido en Bruselas. No quiero dejar pasar la ocasión de rendirle aquí un mínimo homenaje a quien tanto me hizo disfrutar de la lectura. Él sí es toda una literatura, aunque siempre se definiera a sí mismo como un escritor aficionado. Desde el estante más alto, Rayuela me invita a la relectura: la Maga y París me esperan.        

Y qué mejor homenaje que dejarlo hablar: que sea el mismo Cortázar quien nos lea ese fragmento de Rayuela que tantas veces hemos recordado con regocijo. Las palabras se vuelven carne y el sinsentido, placer. La magia de la escritura que no dice otra cosa que a ella misma. Juego, humor, placer, complicidad con el lector. Escritura orgásmica en glíglico, ese lenguaje tan suyo. Y esa erre tan dificultosa y tan parisina.



Apenas él le amalaba el noema, a ella se le agolpaba el clémiso y caían en hidromurias, en salvajes ambonios, en sustalos exasperantes. Cada vez que él procuraba relamar las incopelusas, se enredaba en un grimado quejumbroso y tenía que envulsionarse de cara al nóvalo, sintiendo cómo poco a poco las arnillas se espejunaban, se iban apeltronando, reduplimiendo, hasta quedar tendido como el trimalciato de ergomanina al que se le han dejado caer unas fílulas de cariaconcia. Y sin embargo era apenas el principio, porque en un momento dado ella se tordulaba los hurgalios, consintiendo en que él aproximara suavemente su orfelunios. Apenas se entreplumaban, algo como un ulucordio los encrestoriaba, los extrayuxtaba y paramovía, de pronto era el clinón, las esterfurosa convulcante de las mátricas, la jadehollante embocapluvia del orgumio, los esproemios del merpasmo en una sobrehumítica agopausa. ¡Evohé! ¡Evohé! Volposados en la cresta del murelio, se sentía balparamar, perlinos y márulos. Temblaba el troc, se vencían las marioplumas, y todo se resolviraba en un profundo pínice, en niolamas de argutendidas gasas, en carinias casi crueles que los ordopenaban hasta el límite de las gunfias.

O este cuento, una maravilla de construcción, ingenio y sorpresa, componentes esenciales del arte del relato en el que, según decía, había que dejar K.O. al lector desde las primeras líneas, pues no había tiempo para más. A veces, cuando estoy solo, leyendo en mi sillón favorito, y llega la noche, me viene a la memoria esta «Continuidad de los parques»:

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su apoderado y discutir con el mayordomo una cuestión de aparcerías, volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas; la ilusión novelesca lo ganó casi en seguida. Gozaba del placer casi perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer, recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir las ceremonias de una pasión secreta, protegida por un mundo de hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante corría por las páginas como un arroyo de serpientes, y se sentía que todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares, posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla. Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los árboles y los setos, hasta distinguir en la bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los perros no debían ladrar, y no ladraron. El mayordomo no estaría a esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró. Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación, nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de terciopelo verde, la cabeza del hombre en el sillón leyendo una novela.

Dejo, por último, una pequeña galería de imágenes suyas que he ido recopilando, poco a poco, conforme las he ido encontrando, en La escritura desatada.




De Cortázar me quedo con casi todo. Con sus cuentos (mi favorito sigue siendo «Casa tomada»), con sus cronopios y sus famas, con el oso de los caños de la casa, con sus instrucciones para llorar y para subir escaleras, con su París y su gusto por el juego vanguardista inteligente y tierno y, no se me podía olvidar, con sus traducciones de Edgar Allan Poe. A mi generación le hizo un regalo impagable: leímos a Poe en una prosa muy cuidada, la de esas ediciones memorables que nos trajo, siendo casi adolescentes, El Libro de Bolsillo de Alianza Editorial. A veces, no sabías si leías a Poe o a Cortázar. O a los dos.