sábado, 10 de diciembre de 2016

Lo que buscamos al leer


Lo que buscamos al leer es la revelación de ese hondo misterio que se oculta en nosotros mismos. 
Juan Luis Panero | Leyendas y lecturas, 2006

jueves, 10 de noviembre de 2016

No son nube ni flor los que enamoran


Un manso río, una vereda estrecha,
un campo solitario y un pinar,
y el viejo puente rústico y sencillo
completando tan grata soledad. 
¿Qué es soledad? Para llenar el mundo
basta a veces un solo pensamiento.
Por eso hoy, hartos de belleza, encuentras
el puente, el río y el pinar desiertos. 
No son nube ni flor los que enamoran;
eres tú, corazón, triste o dichoso,
ya del dolor y del placer el árbitro,
quien seca el mar y hace habitable el polo. 
Rosalía de Castro | En las orillas del Sar, 1884

Releo estos días con auténtico placer En las orillas del Sar de Rosalía de Castro y cada poema es un descubrimiento. Algunos han envejecido peor que otros y se les nota cierta retórica de época que acaba alejándolos de nosotros, pero en casi todos hay un mundo tan personal, tan íntimo, que uno sucumbe a su encanto a poco que le dedique algo de atención. Otros poseen una modernidad asombrosa, simbolista, desolada. Un viaje al mundo interior de Rosalía, a su «alma desolada y huérfana» para la que «no hay estación risueña ni propicia». No me cabe ninguna duda de que aquí está el germen de Machado y de Juan Ramón, más incluso que en Bécquer. Angustia interior («soledad de corazón sombrío» dice Machado), paisajes reales que se convierten en paisajes del alma, asonancias, pensamientos que vuelan inquietos sin poder detenerse nunca.

O la constatación, como en el poema que abre esta entrada, de que es en el interior insondable del poeta donde residen la belleza y el dolor. Aún quedan algunos años para que Juan Ramón, en un poema memorable de Piedra y cielo, despojado ya de referentes reales, casi abstracto, esencializado, se dirija a la belleza en estos términos:

¡No está en ti, belleza innúmera,
que con tu fin me tientas, infinita,
a un sinfín de deleites! 
¡Estás en mí, que te penetro
hasta el fondo, anhelando, cada istante,
traspasar los nadires más ocultos! 
¡Estás en mí, que tengo
en mi pecho la aurora
y en mi espalda el poniente
—quemándome, trasparentándome
en una sola llama—; estás en mí, que te entro
en tu cuerpo mi alma
insaciable y eterna.
Juan Ramón Jiménez | Piedra y cielo, 1918

martes, 2 de agosto de 2016

Ayer vi un fantasma


Madrugada. Tras regresar de un largo viaje, lees relajado en el sillón. La lectura te atrapa al instante. Todos abandonan Moscú ante la inminente llegada de las tropas francesas. Reanudar el libro te hace sentirte en casa. Entonces, una sombra se desliza por el espejo apagado de la televisión y cruza, indiferente y oscura, el cuarto, como diciendo: «Ya estás de vuelta, debo irme de aquí». Ni siquiera se gira para mirarte. Ignora que es tu primer fantasma. Te sientes como si hubieras usurpado un lugar que no te corresponde.

martes, 5 de julio de 2016

Premisa

Brassaï | La marchande de ballons, París, 1931

Tenía razón Pierre cuando aseguraba que es preciso creer en la posibilidad de ser feliz para serlo.

Lev Tolstói | Guerra y paz, 1869

sábado, 23 de abril de 2016

Libros


Si bien los viejos libros no los tenemos a mano, en nuestros corazones están escritos.

Friedrich von Schiller | Guillermo Tell, 1804

lunes, 29 de febrero de 2016

Elvira, triste amante abandonada

John Everett Millais | Portrait of a Girl, 1857


Leído hoy, El estudiante de Salamanca (1840), de José de Espronceda, quizá resulte algo desigual y acuse, por momentos, los excesos verbales propios de la época. Su estructura es difusa y, sin duda, le sobran palabras y estrofas, pero tiene momentos brillantes. Muchos. Momentos en que los versos fluyen naturales y construyen una imaginería gótica cuya musicalidad pide la lectura en voz alta. Pasos nocturnos, cuchilladas a la luz de un capilla, locura de amor, realidad y ensueño, melancolía, donjuanismo satánico, boda macabra, danza fúnebre, ronda de espectros, visión del propio entierro, damas misteriosas cuyos pasos debemos (y queremos) seguir.

En la segunda parte, para mi gusto la mejor, Espronceda nos presenta la tristeza y el desengaño de Elvira, burlada por don Félix de Montemar. La joven recuerda el amor y la felicidad que se fue, y, como defensa frente a la realidad, acaba perdiendo la cordura e imagina que es feliz junto a don Félix y que su amor no acabó en engaño.

¡Una mujer! ¿Es acaso
blanca silfa solitaria
que entre el rayo de la luna
tal vez misteriosa vaga?

Blanco es su vestido, ondea
suelto el cabello a la espalda.
Hoja tras hoja las flores
que lleva en su mano, arranca.

Es su paso incierto y tardo,
inquietas son sus miradas,
mágico ensueño parece
que halaga engañoso el alma.

Ora, vedla, mira al cielo,
ora suspira, y se para:
Una lágrima sus ojos
brotan acaso y abrasa

su mejilla; es una ola
del mar que en fiera borrasca
el viento de las pasiones
ha alborotado en su alma.

Tal vez se sienta, tal vez
azorada se levanta;
el jardín recorre ansiosa,
tal vez a escuchar se para.

Es el susurro del viento,
es el murmullo del agua,
no es su voz, no es el sonido
melancólico del arpa.

Son ilusiones que fueron:
Recuerdos ¡ay! que te engañan,
sombras del bien que pasó...
Ya te olvidó el que tú amas.

Esa noche y esa luna
las mismas son que miraran
indiferentes tu dicha,
cual ora ven tu desgracia.

¡Ah! llora sí, ¡pobre Elvira!
¡Triste amante abandonada!
Esas hojas de esas flores
que distraída tú arrancas,

¿sabes adónde, infeliz,
el viento las arrebata?
Donde fueron tus amores,
tu ilusión y tu esperanza;

deshojadas y marchitas,
¡pobres flores de tu alma!

Blanca nube de la aurora,
teñida de ópalo y grana,
naciente luz te colora,
refulgente precursora
de la cándida mañana.

Mas ¡ay! que se disipó
tu pureza virginal,
tu encanto el aire llevó
cual la aventura ideal
que el amor te prometió.

Hojas del árbol caídas
juguetes del viento son:
Las ilusiones perdidas
¡ay! son hojas desprendidas
del árbol del corazón.

John Everett Millais | A Beauty


Y vedla cuidadosa escoger flores,
y las lleva mezcladas en la falda,
y, corona nupcial de sus amores,
se entretiene en tejer una guirnalda.

Y en medio de su dulce desvarío
triste recuerdo el alma le importuna
y al margen va del argentado río,
y allí las flores echa de una en una;

y las sigue su vista en la corriente,
una tras otras rápidas pasar,
y confusos sus ojos y su mente
se siente con sus lágrimas ahogar:

Y de amor canta, y en su tierna queja
entona melancólica canción,
canción que el alma desgarrada deja,
lamento ¡ay! que llaga el corazón.

¿Qué me valen tu calma y tu terneza,
tranquila noche, solitaria luna,
si no calmáis del hado la crudeza,
ni me dais esperanza de fortuna?

¿Qué me valen la gracia y la belleza,
y amar como jamás amó ninguna,
si la pasión que el alma me devora,
la desconoce aquel que me enamora.

Lágrimas interrumpen su lamento,
inclinan sobre el pecho su semblante,
y de ella en derredor susurra el viento
sus últimas palabras, sollozante.

Belleza triste, ecos prebecquerianos. Ese rayo de luna que Manrique anhela, pero se le escapa cada noche. Solitario, loco. Esos besos que, cuando el amor se desvanece, el amante se pregunta dónde fueron. Elvira, en su locura de amor, lanzando flores al río y entonando su canción despechada (en endecasílabos que suenan a Garcilaso) es una nueva Ophelia. Y toda esta belleza melancólica nos lleva sin remedio a modernistas y simbolistas, herederos naturales del universo romántico: «Hay un oro dulce y triste / en la malva de la tarde / que da realeza a la bella / suntuosidad de los parques», nos dice Juan Ramón.

Y no queda muy lejos tampoco ese gusto por la belleza imposible, cargada de tristeza, que frecuentaron los pintores prerrafaelitas. Imagino a Elvira como a una de estas mujeres de mirada perdida y pensamiento lejano. El sueño de los ideales fracasados. La distancia insalvable que separa la realidad y la ensoñación. «La belleza es la verdad, la verdad es belleza», dijo otro romántico.


Thomas Francis Dicksee | Juliet


John William Waterhouse | Gone but Not Forgotten, 1873


Edward Burne-Jones | Flamma Vestalis, 1896


Frank Bernard Dicksee | Portrait of Dora


Simeon Solomon | Head of a Girl


Thomas Francis Dicksee | Distant Thoughts, 1886


John William Waterhouse | Ophelia, 1905


John William Waterhouse | The Soul of the Rose, 1908


John William Waterhouse | Psyque Entering Cupid's Garden, 1905


miércoles, 27 de enero de 2016

El bibliotecario que se parecía a Orson Welles



Se cumplen cincuenta años de ese milagro llamado Radio Clásica. Y digo lo de milagro porque no se me ocurre un nombre más apropiado para explicar su pervivencia en un país que tradicionalmente ha dejado de lado casi todo lo que tiene que ver con la música culta. Baste recordar la educación musical que recibimos de niños muchos de nosotros: ninguna.

Hace ya muchos años, demasiados, estudiaba yo Filología Hispánica en Granada. En mi piso de estudiante no se escuchaba otra cosa que Radio 3. A todas horas. En todas las habitaciones. Noches de café incluidas. Eran los años de eso que luego se llamó la «Movida». Mi cuarto de tabique a medio hacer y cama decimonónica, desahuciada de no se sabe qué mudanzas, superviviente de mil batallas (no solo de amor), se llenaba cada noche con la voz de Jesús Ordovás, multiplicada, como en esas fotografías de espejos que nunca acaban, en cada uno de los cuartos de mis compañeros de piso. Almas solitarias unidas por un eco común. Y por la búsqueda incansable del manantial de la noche, acompañados de la voz mágica de Carlos Faraco y su Tris-Tras-Tres. Manuel Montano, asuntillos sin resolver y una voz femenina que enamoraba tras las ondas. Un beso de agua en tu mejilla de noche, me decía.      

Para mí Radio 2 (que era el nombre que entonces tenía la actual Radio Clásica) no dejaba de ser una rareza. Sabía que existía y poco más. Joven de provincias que descubría el mundo, sin educación musical, que apenas podía distinguir a Mahler de Bach. Solo eran nombres. Pero intuía que ahí había un mundo que algún día podría explorar. Cada mañana, cargado de sueño y frío, subía a la facultad de La Cartuja. De vez en cuando, iba a la biblioteca para sacar algún libro: dejaba la papeleta en un pequeño montacargas que, al poco rato, rápido y eficiente, me subía el volumen que había solicitado. Alguna vez (quizá faltaban datos o había varios libros parecidos) tuve que bajar hasta el vientre del Nautilus. Escaleras estrechas y música. Una vez en el sótano, te recibía, amable, un Capitán Nemo que tenía sintonizada Radio 2 y (en mi recuerdo es así) llevaba una pipa en la boca, probablemente apagada. Parecía feliz, trabajaba entre libros y escuchaba música barroca mientras fuera las fuentes se helaban con el frío de enero. Ese era el trabajo que yo quería para mí. Sin duda.  




Mis primeros recuerdos de Radio 2 (Radio Clásica) irán unidos siempre a ese bibliotecario desconocido que se parecía tanto al Orson Welles de El tercer hombre y que prestaba novelas, libros de Cernuda, alguna vieja revista de Filología o la Silva de varia lección de Mexía a un joven pueblerino algo perdido. Seguro que cuando se quedaba a solas, quieto el montacargas, se movía por aquel cálido y laberíntico reino de anaqueles como lo hacía Welles por las alcantarillas de Viena. Y, entre libros, con la pipa apagada entre los labios y una sonrisa cómplice, escucharía a Bach y Händel en Radio 2 muchos años antes de que yo me hiciera adicto a Radio Clásica.

jueves, 7 de enero de 2016

Canicas


Cada canica que cae en tu sueño abre mil ojos en la noche.