miércoles, 27 de marzo de 2013

Deseo de Miércoles Santo


Volver al niño que leía tebeos sin parar mientras su tigre de peluche le hacía los deberes de Semana Santa. Gracias, Calvin (y Hobbes). Y Watterson.

domingo, 24 de marzo de 2013

Burning Lights


Contraté a un asesino a sueldo (Aki Kaurismäki, 1990) se desarrolla en Londres. Henri Boulanger (Jean-Pierre Léaud) es un oscuro empleado que acaba de perder su trabajo en la oficina de una depuradora de aguas. No tiene nada más. Vive solo, en un piso cochambroso con vistas a una pared de ladrillos. Apenas habla. Sus habilidades sociales no son muchas. Deprimido, falto de expectativas, sin nada más que hacer en la vida, decide suicidarse, pero su valor no es mayor que sus ilusiones, así que, tras varios intentos fallidos, toma la decisión de contratar a unos matones para que hagan el trabajo sucio. Decide convertirse en asesino de sí mismo. En algún momento próximo alguien vendrá y acabará con su vida. Mientras espera, conoce a Margaret (Margi Clarke), una florista por la que se siente atraído al instante. El problema ahora será localizar a los matones que contrató y hacerles ver que ha cambiado de opinión, pues el Honolulu Bar, donde contactó con ellos, ya no existe. En su lugar sólo hay escombros.

El Londres que encontramos en la película no es nada turístico. Eso, por supuesto, lo hace más atractivo. Interiores cochambrosos, hoteles venidos a menos, paisaje de chimeneas, solares derruidos de extrarradio, calles solitarias en que resuenan los pasos, bares de medio pelo con clientela escasa, patios interiores que dan a cementerios, oficinas en las que se acumulan los papeles y el polvo, establecimientos que guardan en su deterioro la memoria de tiempos mejores.











Rojos y verdes intensos en paredes desconchadas, reflejo de las vidas de sus personajes. Hieráticos, solitarios, callados, enfermos, desfavorecidos, miradas perdidas. Intuimos sentimientos fuertes, pero no los manifiestan. Están detrás. Miran y callan. Desconocemos su pasado. Historias contadas sin apenas diálogos, que se reducen a unas cuantas palabras sueltas dichas en el momento adecuado. Cine casi mudo que vuelve a sus orígenes: contar sólo con imágenes nuestras vidas.

La presencia de Jean-Pierre Léaud (no en su mejor papel), de mirada desorbitada, nos remite inevitablemente al Antoine Doinel que siempre fue y nos hace pensar en esta película como una secuela final de la serie que François Truffaut dedicó al personaje. La estética es muy diferente, pero el personaje tiene algunos puntos comunes. Entre ellos, su escaso sentido de la realidad y su origen francés (en la película deja bien claro que no quiere volver a su país). Es como si pudiéramos ver qué ocurrió con él algunos años después. Me ha sorprendido muy gratamente la actriz que lo acompaña, Margi Clarke, cuyo aspecto recuerda intencionadamente al personaje de Kim Novak en Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958), lo que le da un aire misterioso que sobrevuela toda la película. Desconocemos su historia. Sólo es una presencia y un sentimiento intuido.









Y, al igual que en El Havre (2011) o en Leningrad Cowboys Go America (1989), y, supongo, en toda su cinematografía, la música tiene mucha importancia. Kaurismäki incorpora a sus películas una banda sonora muy cuidada. En todos los interiores, casas o bares, siempre suenan canciones. En esta ocasión, Billie Holliday, Little Willie John, Carlos Gardel y Joe Strummer, entre otros. Canciones como "Body and Soul" o "Cuesta abajo" son en sí mismas una declaración de intenciones. O como este "Burning Lights", que quiero ahora compartir contigo.


Tras comprar unas gafas de sol (se las vende el propio Kaurismäki), el protagonista entra en un pub y suena esta hermosa canción de Joe Strummer, que nos habla de sueños de infancia que han ido creciendo con nosotros, de largos caminos recorridos y de señales que sólo tú puedes descifrar. Una guitarra eléctrica, algo de percusión y un escenario elemental. Música en estado puro para un cine en estado puro. Como un rayo de sol que entra por la ventana en un día gris.




Some dreams are made for children
But most grow old with us
And when the air can hope to hold on
And to the ground from dust to rust.

Burning lights in the desert
Such a sign only you would know
Your running tyres, they're out of pressure
Such a sign only you would know

And I've been a long haul driver
Moving things but the cops don't know
Now I can see the writing
You are the last of the buffalo

Burning lights in the desert
Such a sign only you would know
Your running tyres, they're out of pressure
Such a sign only you would know.

Now I've been to California
And I've been to New South Wales
Sometimes I, I pull over
When I realise I've left no trace

Burning lights in the desert
Such a sign only you would know
Your running tyres, they're out of pressure
Such a sign only you would know.

No he visto muchas películas de Kaurismäki (ésta no es la mejor), pero he de reconocer que este director finlandés me tiene atrapado. Un cine personal, visualmente poderoso y que llega al corazón. 

viernes, 1 de marzo de 2013

Divinas palabras


El 24 de marzo de 1933 lee Valle-Inclán el texto completo de Divinas palabras a la compañía de Margarita Xirgu en el Teatro Español. Según explica Luis Iglesias Feijoo en la introducción a su edición crítica de la obra, los testimonios periodísticos del acto destacan "la viveza y ductibilidad con que Valle entonaba los diferentes papeles" y cita a Rivas Cherif, amigo personal del autor: "Quien no haya oído leer a Valle-Inclán sus propias obras no es fácil que entienda toda la significación que don Ramón atribuye a las palabras, consideradas como elementos sonoros". Algunos años después el mismo Rivas Cherif escribe: "La voz de don Ramón transmitía una emoción tan característica, que solamente la luz escénica podía reflejar con un misterio parejo el de su acento personal". De aquella lectura de Divinas palabras nos ha quedado la impresionante fotografía de abajo. Su voz cavernosa y modulada ya tuvimos ocasión de oírla por aquí leyendo un fragmento de su Sonata de otoño.


Aunque se estrenó finalmente en 1933 (el 16 de noviembre a las 10:30 de la noche), la obra se había escrito muchos años antes y había aparecido publicada por entregas en el diario madrileño El Sol durante los meses de junio y julio de 1919. Es bien conocida la relación de amor-odio hacia el teatro que mantuvo Valle-Inclán a lo largo de su vida. Amor hacia el teatro como género, odio (o rechazo) hacia la mayor parte del teatro realista de la España de su tiempo. Conocía muy bien los entresijos de las tablas desde todas las vertientes. Estuvo casado con la actriz Josefina Blanco y él mismo fue actor y director ocasional. Pero hacia 1933 se había ido desengañando del teatro comercial y había asumido que su teatro era diferente y necesitaba un público y unos actores diferentes. De ahí sus reticencias al estreno, pese al nuevo clima cultural propiciado por la República. Se cuidaron todos los detalles (la escenografía corrió a cargo de Alfonso Rodríguez-Castelao) y la obra tuvo buena acogida por parte de la crítica, pero poca respuesta del público. Según podemos leer en la web Margarita Xirgu, "el segundo día de su representación el poeta Luis Cernuda asistió a la función con tan solo seis espectadores más".




Divinas palabras, subtitulada Tragicomedia de aldea, se desarrolla en diversos escenarios de esa Galicia ancestral y mítica que tanto gustó a Valle: viejas iglesias de aldea, pórticos románicos, quintanas con cipreses y sepulturas, robledos y caminos, caseríos con hórreos y alminares, la feria de Viana del Prior, garitas de carabineros, interiores rurales, tabernas, cielos rasos llenos de luceros y más caminos. En estos ambientes se desarrolla el leve hilo narrativo, cargado de fuerza dramática. Todo gira en torno a los Gailos y a un enano deforme. Pedro Gailo, sacristán de San Clemente, anejo de Viana del Prior, está casado con Mari-Gaila. Ambos tienen una hija, Simoniña. Juana la Reina, hermana del sacristán, vive de pasear por los caminos a su hijo deforme, un enano hidrocéfalo llamado Laureaniño (todos lo llaman el Idiota), al que arrastra en un carretón para conseguir limosnas. El problema sobreviene cuando muere Juana, la madre, y la familia se disputa el uso del Idiota, visto como una bendición por la fuente de ingresos que supone. Por una parte está Mari-Gaila, la cuñada; por otra, Marica del Reino, hermana de la difunta. Mari-Gaila, mujer impetuosa, de un fuerte erotismo primigenio, escapa con su amante, Séptimo Miau, expresidiario, y se lleva con ella hasta la feria de Viana al enano. La tragedia comienza cuando un grupo emborracha al Idiota y muere. 

En este mundo de personajes elementales, movidos, como le gusta a Valle, por la avaricia, la lujuria, la superstición, la honra, la muerte y la religión, destaca la presencia de Mari-Gaila. La escena de sexo con Séptimo Miau en la garita de los guardias ("El farandul muerde la boca de la mujer, que se recoge suspirando, fallecida y feliz. El claro de luna los destaca sobre la puerta de la garita abandonada"); la conjura nocturna del Trasgo cabrío entre risas y viento en los maizales ("¡Esta noche bien me retorciste los cuernos!", le dice mientras danzan las brujas); o su frenesí, tapándose el sexo, mientras baila desnuda entre viejos y mozos ("Mari-Gaila se arranca el justillo, y con la carne temblorosa, sale de entre las sueltas enaguas. De un hombro le corre un hilo de sangre. Rítmica y antigua, adusta y resuelta, levanta su blanca desnudez ante el río cubierto de oros"), son de una modernidad absoluta.


Hay dos aspectos de Divinas palabras que llaman especialmente la atención: el lenguaje y la variedad de escenarios. Tras ese mundo tan negro y descarnado que presenta, hay un esteta. Valle-Inclán, como es sabido, es un auténtico orfebre del lenguaje. Cada palabra está cargada de resonancias antiguas y no dice sólo lo que significa, sino mucho más. Trae ecos lejanos. Resonancias cultas, populares, arcaicas, galaicas. Las acotaciones, entendidas como un elemento literario más, están cuidadísimas y llenas de logros expresivos. Pocas veces la prosa castellana ha sido tan sintética y tan poética al mismo tiempo:
El farandul empuja suavemente a la coima, que se resiste blanda y amorosa, recostándose en el pecho del hombre. Los cohetes abren sus luces de colores y cabrillean sobre el mar. Clamoreo de campanas que toca a vísperas. En la súbita claridad de los cohetes aparecen las torres de la Colegiata. Mari-Gaila, en la puerta de la garita, se agacha y levanta un naipe caído en la arena.
Mari-Gaila deja caer el cántaro, desanuda el pañuelo que lleva a la cabeza, y frente a la hija que suspira apocada, abre los brazos en ritmos trágicos y antiguos. La fila de cabezas, con un murmullo casi religioso, está vuelta para la plañidera que bajo las sombras de la fuente aldeana resucita una antigua belleza histriónica. Detenida en lo alto del camino, abre la curva cadenciosa de los brazos, con las curvas sensuales de la voz.


El otro aspecto que comentábamos, la variedad de escenarios, nos acerca a una de las cuestiones más debatidas del teatro de Valle: su representabilidad. De alguna manera, la naturaleza aparece en la obra como un personaje más: maizales, cucos, caminos al atardecer, sotos de castaños, cielos estrellados, el viento, un sapo que canta. Es tal la variedad de escenarios que su representación realista según los usos teatrales de la época sería impensable. Valle no dejó escrita ninguna teoría teatral completa, pero sí dejó apuntes interesantísimos dispersos por aquí y allá. Algunos de ellos aparecen recogidos por Luis Iglesias Feijoo en la edición que he manejado. Don Ramón es partidario, frente a las limitaciones del momento (el "teatro de camilla casera"), de un teatro de muchos escenarios, pues es el escenario el que crea la situación y no al revés:
La técnica francesa ha echado a perder nuestro teatro. Este absurdo decadente de querer encerrar la acción dramática en tres lugares (gabinete elegantemente amueblado, patio andaluz o salón de fiestas) ha hecho de nuestro teatro, antes frágil y expresivo, un teatro cansino y desvaído. [Debe ser] como ha sido siempre: un teatro de escenarios, de numerosos escenarios. Porque se parte de un error fundamental, y es éste: el creer que la situación crea el escenario. Eso es una falacia, porque, al contrario, es el escenario el que crea la situación. Por eso, el mejor autor teatral será siempre el mejor arquitecto. Ahí está nuestro teatro clásico, teatro nacional, donde los autores no hacen más que eso: llevar la acción sin relatos a través de muchos escenarios.
Eso lo lleva a entroncar directamente con Shakespeare (al que admiraba) y con el teatro de nuestro Siglo de Oro, ambos de escenarios cambiantes, ajenos a la rigidez de la unidad de lugar aristotélica. Y también con el cine. Por ahí cree que debe ir el teatro moderno:
Nuestro teatro necesita el grito y la decoración. Por eso me indigna ver adaptados a nuestros clásicos y románticos a la estética francesa: la reducción, la simplificación de escenarios. ¿Por qué le quitan a El alcalde de Zalamea los fondos magníficos en que lo imaginó Calderón? ¿Por qué le meten poco menos que en una "sala decentemente amueblada"? [...] No se puede, ni se debe eludir la diversidad de escenarios. Los clásicos y los románticos no escamotean ningún fondo. Ése es el camino del futuro teatro.
El teatro ha de conmover a los hombres o divertirles; es igual. Pero si se trata de crear un teatro dramático español, hay que esperar a que esos intérpretes, viciados por un teatro de camilla casera, se acaben. Y entonces habrá que hacer un teatro sin relatos, ni únicos decorados; que siga el ejemplo del cine actual, que, sin palabras y sin tono, únicamente valiéndose del dinamismo y la variedad de imágenes, de escenarios, ha sabido triunfar en todo el mundo.


El teatro de Valle-Inclán se sitúa muy por encima del que se hacía en su época. Sólo Lorca, algo más tarde, conseguirá acercarse. Dentro de la producción teatral de Valle, esta tragicomedia de aldea está a la altura de sus Comedias bárbaras o de Luces de bohemia. Una lectura muy recomendable. Imprescindible para cualquier amante del teatro.


Divinas palabras
Ramón del Valle-Inclán, 1919
Clásicos Castellanos, Espasa-Calpe, Madrid, 1991, 1ª edición, 402 pp.
Edición crítica de Luis Iglesias Feijoo